Esta columna debería publicarse en todos los periódicos de esta cadena, no por su calidad literaria o periodística, sino para que todas las gentes de por ahí se enteraran de una vez de que comerse una buena paella es algo muy difícil incluso en Valencia y no digamos en Madrid o Nueva York, donde también las hacen.

En un programa de televisión donde se pretende enseñar modales y protocolo a un ramillete de palurdos sirvieron un día para comer a los agrestes alumnos una llamada paella, cocinada en una cazuela de barro, como las de arroz al horno, y patentemente caldosa. Parece mentira que unas personas árbitros de la elegancia como Petronio y grandes expertos en savoir faire y se supone que en vinos y gastronomía llamen paella a semejante plato. No hace falta probarlo, que a lo mejor hasta el comistrajo va y está bueno, sólo hace falta que un valenciano le eche una ojeada para que deduzca que, bueno o no, paella no es.

Que haya bastantes clases de paella, algunas de ellas sancionadas a lo largo puede que de siglos, no quiere decir que a cualquier cosa pueda llamársele paella. No creo que pueda llamarse así a ese guiso que me han ­dicho que elaboran por ahí por el churrerío donde incluyen longanizas. Ni tampoco creo que se pueda llamar lo que nos sacaron a Tomás March y a mí en Benicàssim. Plagado de guisantes, estaba mucho más cerca del horrible arroz a la milanesa.

Esto que voy a decir puede parecerles un chiste pero no lo es. Tengo para mí que los ingredientes de la paella canónica son los que sacaba Joan Monleón en la paella rusa de su show televisivo: pollastre, conill, tomaca, pimentó, alls, bajoca, fesols, garrofó y caragols (y el arroz, of course). La paella canónica, o standard, que se parece pero no es exactamente lo mismo, es la de la Ribera y l´Horta, que es donde se creó. Aparte, la de la Ribera lleva mandonguilles (albóndigas) a ser posible con la sangre de los animales que formarán parte de ella. También está la paella de invierno, que lleva habas y alcachofas (ingredientes también monleonianos), la de bacalao y coliflor, la de marisco (que no es lo mismo que el arroz a banda) y alguna variedad más (pero sin longanizas, por Dios).

Las mejores paellas que he comido en mi vida son, y por este orden, las que hacía mi abuelita, las que hace Joan Llinares, las de la señora Fina la del Respirall (Alzira) y las que hace Juan Carlos Galbis. Mi abuela María (no es porque sea de mi familia, porque mi madre no la saca así y mi hermana Rosa, pues tampoco), mi abuelita, digo, hacía unas paellas los sábados que quitaban el sentío como dicen los andaluces. Joan Llinares, ex gerente del IVAM y actual gerente del Palau de la Música Catalana (anda que menudo lío tiene el tío), es de Alzira como yo, y todos los veranos quedamos en su huerto de Algemesí para comernos una paella. Joan elabora una paella sencilla, sin alharacas, mientras va depositando pequeñas ramitas de naranjo en el fuego. No usa casi troncos y saca un producto con mandonguilles como debe ser, que no se lo salta un torero. La señora Fina, junto con mi abuela, hacía las paellas de mi juventud. Cuando queríamos ir de paella (pagando) la encargábamos en el Respirall. Y después Juan Carlos Galbis. Un maestro. No sólo en la paella sino en todos nuestros ­arroces. Hace un arroz al horno con pato y garbanzos buenísimo.

Para acabar, ir diciéndoles que al contrario de lo que creen los de Madrid, la paella se come con cuchara, según los puristas con una de madera de naranjo, bien fina, no como ésas para guisar de madera basta que venden en l´escuraeta, para eso mejor el metal. Aunque no creo que los finolis de Las joyas de la corona se comieran aquella paella con tenedor.

Que sí. Que las cosas de comer son demasiado importantes como para ir con mariconadas.