Con toda seguridad, cuando Newton afirma en 1687: «Me he alzado sobre hombros de gigantes», es consciente de que la publicación de «Principios matemáticos de la filosofía natural» significa la culminación de una revolución científica iniciada por Copérnico 144 años antes y que, durante el siglo y medio transcurrido hasta él, figuras tan relevantes como Tycho Brahe, Kepler o Galileo contribuyeron de forma decisiva al nacimiento de la astronomía y la física modernas. La semana pasada murió uno de esos gigantes de la ciencia contemporánea, Benoît Mandelbrot, un matemático polaco que se formó en Francia y que desarrolló la mayor parte de su carrera científica en prestigiosos centros de Estados Unidos como la Universidad de Yale o el centro de investigación de la multinacional IBM. Mandelbrot es el padre de los fractales, un concepto que ha tenido gran impacto en múltiples disciplinas, además de en matemáticas: física, astronomía, química, biología, fisiología, economía, etc. La visión geométrica de todo lo que nos rodea queda reflejada en la introducción de su libro, publicado en 1982, «La Geometría Fractal de la Naturaleza», cuando dice «Las nubes no son esferas, las montañas no son conos, las costas no son círculos, y las cortezas de los árboles no son lisas, ni los relámpagos viajan en línea recta». La geometría fractal es la propia de lo irregular, de las formas quebradas, autosemejantes y aparentemente complejas de los cristales de nieve, de las neuronas, del sistema circulatorio, de los helechos, de las costas, de los ríos y sus afluentes, de los anillos de Saturno o de la distribución de galaxias. Yo tuve la suerte de conocer a Mandelbrot en 1987, nos hicimos amigos, y mi trabajo científico se hizo, en gran medida, sobre los hombros de este gigante.