Cómo es posible que un sistema que apenas beneficia al diez por ciento de la población sea aceptado por el resto? ¿Cómo es posible que economistas de reconocido prestigio lo acepten también sin apenas ponerlo en cuestión? El fracaso del sistema neoliberal, una versión más extrema del capitalismo nacida a instancias de Thatcher y Reagan, se ha puesto de relieve una vez más con la crisis financiera, fruto de la codicia y la ignorancia de sus directivos y que ha llevado a los gobiernos a sacarlos de apuros con el dinero de los contribuyentes, un dinero que, de haberse aplicado a los Objetivos del Milenio, hubiera hecho desaparecer la pobreza extrema en un año. ¿Cómo es posible que los gobiernos hayan procedido así en vez de poner las bases para un sistema alternativo de crédito, una formula mixta de banca pública y cooperativa que ya se ha ensayado con ­éxito? Y es que la estupidez y la contumacia de los poderosos no se alteran mucho con el paso del tiempo.

Las falacias del neoliberalismo se basan en un principio económico —cuanta menos regulación, mejor se comportan los mercados— y otro psicológico —para que las cosas funcionen bien, alguien tiene que beneficiarse personalmente. Esto no es sino darwinismo social de la peor especie porque la experiencia prueba que el capitalismo tiene contradicciones básicas como la actual en que el exceso de oferta no encuentra una demanda debido al empobrecimiento progresivo y masivo que lleva consigo. De la crisis del 29-30 sólo se salió por los gastos de la Segunda Guerra Mundial y hay quien piensa que sin otra guerra la crisis durará indefinidamente.

La mano oculta del mercado, que supuestamente lo arregla todo, no es sino la ley del más fuerte. La supuesta competitividad está ahogada por la prepotencia de los poderosos que actúa más duramente cuanto menos se siente vigilada. En el capitalismo, el pez grande se come al chico. Otro de los contrasentidos del capitalismo es que los a los poderosos no les preocupa el paro, el subempleo ni los bajos salarios. Prefieren tener un ejército de desempleados para mantener los salarios bajos y a los trabajadores asustados, pero la consecuencia es el desplome de la demanda y el conflicto social que se hace agudo a partir de un desempleo mayor al veinte por ciento. El choque frontal de clases no se ha producido por la existencia de gobiernos socialdemócratas que mantienen una cierta red de protección social pero en cuanto se debilita, como está empezando a pasar, el conflicto se acentuará.

Es importante observar como ha resuelto el neoliberalismo los problemas comunes. Y basta con un ejemplo, el transporte. La tradición europea es el transporte público en los recorridos cotidianos. Tranvías, metros y trenes. Y cuando comenzó la industrialización, las empresas fletaban autobuses para llevar y traer a sus obreros. América se hizo posible por los trenes que unieron la costas. Pero a mediados de los años cincuenta, una coalición del petróleo, los automóviles y los especuladores inmobiliarios convenció al presidente Eisenhower de crear una red de autopistas y autovías, primero complementaria y luego sustitutiva del ferrocarril. Así se amplió la distancia de la casa al trabajo, la gente se tuvo que comprar un coche, se generalizaron las hipotecas y la dependencia americana del petróleo condujo, aún lo hace, a conflictos bélicos. El ferrocarril se hundió y aún no se ha recuperado.

En Europa, la cosa no es tan grave, aunque en España convencieron al general Franco de primar la carretera frente al ferrocarril, algo que está empezando a disminuir. Hoy pagamos un alto coste en mantener el sistema privado de transporte, incluyendo los accidentes de tráfico y la gente está cada vez más acostumbrada a invertir una, dos horas de su día para ir y volver del trabajo. Semejante insensatez es fruto de un neoliberalismo carente de otra cosa que de ansias para el beneficio privado. Es cierto que los trenes mejoran en España, pero a base de una alta velocidad que ha incrementado el precio del viaje y que podría haberse evitado simplemente mejorando las vías ferroviarias para que el Talgo pudiera ir a doscientos por hora, como va cuando usa las vías del AVE. Y hay otros ejemplos más que confirman las falacias del neoliberalismo. Felizmente, desde la Declaración Universal de 1948, contra la lógica del neoliberalismo está emergiendo la lógica de los Derechos Humanos.