La Constitución de 1978 descentralizó España, integró el modelo de territorialidad demandado en la pretransición, pero hizo convivir las diputaciones provinciales con las nuevas comunidades autónomas. Era evidente que nacía un problema, pues las administraciones autonómicas se insertaban en los territorios —desde un marco regional— donde las corporaciones provinciales habían reinado, duplicando las tareas y los servicios, y relegando a estas instituciones a una página dorada del pasado. Ese orden de cosas, sin embargo, se ha mantenido hasta hoy, y se mantiene, debido en no pocas ocasiones a intereses espurios: las fuerzas políticas tejen redes clientelares a través de las instituciones provinciales, que también son utilizadas como refugio de dirigentes y cuadros del partido. En realidad, los órganos de gobierno decimonónico poseen pocas competencias pero están inflados de personal y de presupuesto. José Blanco, ministro de Fomento, cuestionó su pervivencia, pues hoy pueden ser absorbidas por los gobiernos autónomos sin mayores dificultades. También IU ha criticado su actividad obsoleta. Sin atacar el modelo institucional que preside, el propio Alfonso Rus, responsable de la Diputación de Valencia, ha cuestionado la duplicidad de servicios que mantiene con la Generalitat, los gastos suntuarios, la amplitud de la plantilla e incluso los usos y objetivos de algunos departamentos. No ha formulado la pregunta final —¿para qué sirven?—, pero ha renovado el debate sobre su sentido en el Estado autonómico.