Arturo Tuzón fue un presidente de transición, pero, en ocasiones, esos tiempos indeterminados y ambiguos acaban en proyectos notables, de dignidades vigorosas. Tuzón hubo de modelar el Valencia CF de la decepción y el desencanto —nunca había descendido a segunda división— hasta esculpir, de nuevo, un club orgulloso de sí mismo, de suficiencias renovadas. No es fácil la tarea de administrar los períodos de tránsito, pues se articulan en un espacio donde lo que nace y lo que desaparece colisionan entre sí. Tuzón salió del trance con grandeza y honradez. Prescribía el perfil tradicional de un directivo cuya representación en la parcela deportiva venía marcada por una disposición doméstica del club: la institución era una prolongación de su vida privada, con sus lances onerosos. Nacía también el dirigente de la globalización que había de administrar el fútbol a la manera de una multinacional, desde una proyección universal y a partir de un mercantilismo de dimensiones desconocidas hasta entonces. En el caso del Valencia, y más allá de las integridades de sus sucesores, la intuición de Tuzón para gestionar esa mutación inevitable fue sustancial. Tuzón estabilizó el club, lo devolvió a la élite, le arrancó la deuda que lo aniquilaba, lo convirtió en sociedad anónima y concibió la arquitectura de su futuro. Hizo algo más: lo cohesionó desde la moderación —bajo los rescoldos encendidos de la batalla de Valencia— y le devolvió el diálogo con la sociedad. No eran años confortables y la influencia de sus logros se percibió después. Hoy mismo.