Decía hace semanas que Zapatero se estaba deszapaterizando, sometiéndose a una cura de tanta tontería para desembarcar en la pavorosa realidad. Algunos humanos acaban siendo mucho mejores cuando dejan de ser ellos mismos. La identidad personal suele ser una impostura, y las identidades colectivas ni te cuento. Los presidentes españoles saben mucho de eso. Adolfo renovó su biografía cuando despojó a Suárez de su identidad franquista, que la tenía, y no poca, digan lo que digan los hagiógrafos. González también se puso del revés abandonando el marxismo, entrando en la OTAN y navegando en el Azor. Aznar mutó menos, porque los virajes, como ahora el de Zapatero, suelen ser conservadores, y él ya estaba allí.

La Transición fue posible gracias a las pérdidas de identidad de sus protagonistas, buscando coincidir en un mínimo denominador común. Los de Zapatero estaban en el colegio cuando la Transición, por eso han querido reinventarla estos años para no quedar fuera de la historia, por más que llegan tarde para salir en Cuéntame. Los mercados internacionales, la máxima autoridad, han decretado que se acabó el juego. Certificada la tremenda genuflexión de los poderes democráticos ante la dictadura de lo económico, los amos del dinero podrían en un futuro presidir los gobiernos y gestionar directamente las administraciones públicas de los países deudores, como si fueran una más de sus empresas. Un panorama estremecedor propio del Big Brother de Orwell, no del de Tele 5, en el que podríamos ahorrarnos a los intermediarios políticos, que cada vez pintan menos.

La falta de consistencia de Zapatero es su mejor arma para sobrevivir, poniéndose del derecho o del revés, según manden los vientos. La historia de España es muy rica en mutaciones y cambios de vestuario. El ejemplo más abracadabrante es el de Franco, si se me permite la licencia, que ganó la guerra con el auxilio de Hitler y la postguerra con la ayuda de los norteame­ricanos. Y encima le echó el muerto de la afinidad nazi del régimen a su cuñado. Lo que llaman la consistencia ideológica es, en ocasiones, un serio obstáculo para analizar debidamente la realidad, o un pretexto para no meterle mano a los problemas. Pero la deszapaterización de Zapatero ha sido tan vertiginosa, en apenas tres meses, que podría terminar él mismo interrogándose acerca de quién es, o preguntándole a su señora por las mañanas.

A mí me tiene un poco mareado la des­zapaterizacion, y eso que la contemplo con mucha simpatía, aunque según parece la mayoría del personal no opina lo mismo. Zapatero dijo hace poco aquella atrocidad de «el que gana es el mejor», que resume el simplismo de su ideario político: conseguir como sea más share, más audiencia, siguiendo el ejemplo de la televisión. Sus amigos del mundillo digital deberían haberle advertido de que a este cambio de gobierno le falta mucha fuerza, y mucho espectáculo, para ser líder de audiencia. Es paradójico, y poco alentador, que el minuto más visto haya si­do para un cese, el de la vicepresidenta, y no para la llegada de los nuevos, que tampoco lo son. La ascención de Rubalcaba tiene algo de gesto regio, como cuando los reyes nombraban a sus validos pa­ra que les arreglaran la intendencia. Todo esto conduce a ninguna parte, que es donde ya estábamos.

Visto el antiguo nuevo Gobierno, ya no es posible saber a dónde nos puede llevar la deszapaterización de Zapatero, en busca del share perdido. Claro que las críticas de la derecha por el retorno de Rubal­caba a lo mismo de hace tres lustros son en el fondo envidia mezquina: ya quisieran ellos poder dar marcha atrás también y reponer como líder a Aznar.