Hace unas fechas pasé unos días en diferentes lugares del norte de Marruecos, estancia fugaz en Asilah, el tranquilo y bello pueblo costero frente al Atlántico, a veinte minutos de Tánger, paseo por el luminoso Larache y por el siempre deprimente, estancado y sucio Alcázarquivir, tarde y noche en Chauen, la desparramada ciudad del Rif de la que brota el agua como un regalo que parece infinito, y por fin Tetuán. Tetuán. La recordaba descuidada, churretosa, mirando con indolencia y desgana la ruina galopante de unos edificios que hablan del sello arquitectónico español, pero me la encontré vital, joven, bulliciosa, limpia, recuperando un centro urbano con empuje, y extendiéndose como el aceite en amplias avenidas, casi tocando en apenas unos minutos de coche el milagro de M´Diq, un pueblecito hasta hace tres días de pescadores y hoy un centro turístico de primera magnitud, con jardines, fuentes, restaurantes, hoteles, plazas, rotondas con atrevidos ornamentos decorativos que se iluminan de noche, edificios oficiales cuidados y eficientes, y todo ello combinado con el encanto de la tradición, de su mercadillo de frutas y verduras de la campesina que las cortó esta misma mañana y ahora vende en la calle, de sus puestos de pescado con sardinas, calamares, jureles, gambas, lubinas, o lenguados, el fruto del mar más exquisito y fresco por apenas unos dírhams. En Tetuán, gracias a mi amigo Héctor Vilaseca, con quien viajé, conocí a una mujer rica, muy rica, que nos acogió en su casa como hermanos.

He dicho rica, y lo es, pero no como las Mujeres ricas de La Sexta. Hafida Sedraoui es una institución en Tetuán, quizá en todo Marruecos, una mujer que nació en una familia de posibles pero que aprendió de sus padres, sobre todo de su madre, a invertir el dinero no en rentabilidades bancarias sino en rendimientos y provechos sociales. Hafida no es la rica que por no aburrirse dedica unas horas a la caridad. Ni mucho menos, como dice Garance Le Guillermic, la Paloma Josse de El erizo, la espléndida película de Mona Achache, alcohólica, multimillonaria, y depresiva. Cuando uno ve a las caprichosas, hilarantes, absurdas, artificiales, recauchutadas, deformadas, industrializadas, clónicas y holgazanas señoras del programa semanal —excepción hecha de Olivia Valere, con un sentido de la elegancia y la distinción que raya el pasmo, pero infatigable trabajadora—, uno desearía como espectador un contraprograma urgente, un espacio para otras ricas, que seguro las hay, para mujeres que teniéndolo casi todo, todo es poco para los demás. Y aquí irrumpe Hafida Sedraoui con tanta humildad como determinación, una mujer que no tiene tiempo ni dinero para ella porque todo, su tiempo, su dinero, su vida, es de los demás. Lo he visto con mis ojos. Lo he comprobado en los días que nos acogió en su casa yendo con ella a su trabajo, a la Fundación Sedraoui, o a su última locura, la recién inaugurada Escuela de Hostelería en M´Diq. Le pregunté qué criterio tenía para acoger a las mujeres, a los niños o adolescentes a los que da formación y educación en talleres de primeras letras, de costura, de cocina, de alta hostelería. Su respuesta fue inmediata. Los más pobres, ese es el criterio.

Pero en los días de Tetuán hacíamos también vida de familia, o sea, desayuno, comida y cena en casa. Y veíamos la tele. Todos los canales españoles. La tarde del domingo que me tocó en esos días fue memorable. Por la mañana, a pesar del festivo, Hafida se fue a la Fundación porque esta mujer lo mismo viaja a Casablanca o Rabat para reunirse con altos cargos del Gobierno que supervisa cómo han de colgarse los espejos en el salón de peluquería de una institución que por la década de los cincuenta iniciara su madre. Pero la tarde la dedicamos a charlar, tomar té con yerbabuena, saborear pastelitos primorosos y ver retazos de una tele que nos empujaba a dejarla allí, plantada en la habitación, sola, hablando como las locas sin que nadie le hiciera caso. Hasta que alguien alcanzó La 2. Y se produjo el milagro. Fue una tromba paralizante de excelentes programas. Desde el interesante tres14, donde se hacen preguntas tan atrayentes como las respuestas —¿Tiene orden el caos, existe la química del amor, conseguiremos ser inmortales?, o como las de la emisión de esta tarde, donde el equipo, que maneja la ciencia como una herramienta de conocimiento del mundo, se plantea si podremos controlar la luna o de qué forma, en un mundo cada vez más urbanizado, el paisaje es clave para nuestro equilibrio—, a Reportero de la historia, y Redes.

Con la edad, se decía en el programa de Eduardo Punset, la testosterona va dejando en el hombre de ser la reina, y hormonas femeninas olvidadas por poco útiles en la juventud se hacen más presentes, y nos volvemos menos agresivos, más cariñosos y femeninos, una especie de viaje al útero de mamá. Con el soniquete inconfundible del divulgador científico —vean en El hormiguero a Elsa Punset, su hija, reconduciendo con magisterio la enfermiza tendencia de Pablo Motos a frivolizar sin cuento cuanto toca, en un viaje distinto al del padre, que trata de hacer digerible lo arduo— salía a fumar al jardín, y al bajar las escaleras me llegaba de la cocina el trajín de las mujeres, los primeros aromas de los apetitosos sofritos para la cena, y el inconfundible vocerío de las telenovelas con líos de amor que veían las cocineras. Quizá, lo que veíamos arriba no gustara abajo, y es posible que las simplezas de abajo nos aburrieran arriba. Cuando al fin llegó la hora de la cena, la sirvió la hija adolescente de una de las señoras que trajinaban la exquisita sopa de verduras y los lenguados más sabrosos que recuerdo haber comido jamás. Al retirarse, Hafida, dulce, enseñando a la chica con suaves órdenes apenas imperceptibles, como si su cabeza no descansara nunca, me comentó que hablaría con la madre para que volviera a la escuela, para formarla en la Fundación porque se le partía el alma pensar que una chica tan joven se pasara el día viendo novelas en la tele. Hafida Sedraoui tal vez sea una mujer rica, pero seguro que no es como Mar Segura o Verónica Pucci.

EL CAMBIO

José María Aznar será, o quizá ya sea, presidente del consejo asesor de un organismo en Washington que tiene que ver con el cambio climático. Me quedo sin palabras. Pero hay gente que lo saca a uno de un apuro. Creo que la situación se puede resumir, dice el agudo lector, con el lema del Gran Ánsar, que será el siguiente, ¿y quién eres tú para decirme a mí el ozono que puedo quemar, hip?