Pistas sin drenaje, corredores con caras medio desencajadas que salen de los vehículos y son protegidos con enormes paraguas, bólidos enfundados en telas impermeables, como avispas, los mecánicos, se tiran a las ruedas, que envuelven en fundas térmicas al modo de un delicado enfermo que no puede enfriarse, e imágenes desde el helicóptero con los accesos al circuito colapsados porque tampoco hay aparcamientos suficientes. Supongo que saben de qué hablo si el domingo, a eso de las ocho de las mañana, seguían en La Sexta la carrera de Fórmula 1 desde el desastre de Corea del Sur, que sin tener lista la casa la inauguró. Con la primera tromba, la carrera se paralizó. Era imposible correr por unas pistas que al no poder absorber el aguacero se convirtieron en paredones de niebla cernida.

Para mí, ese fue el espectáculo. Vi lo que nunca antes había visto. El realizador tuvo que marear el tiempo pinchando planos novedosos, justo lo que a mí me retuvo ante la pantalla, como me pasa con otros deportes televisados, que sólo los sigo cuando ocurre una excepción. Me dio tiempo a ver el gesto serio, concentrado, de Fernando Alonso, la niña coreana comiendo patatas fritas, la pareja bajo el paraguas dormitando, el inmenso panel de monitores con imágenes de cada rincón del circuito, el plano de Lewis Hamilton mirando al frente como si la cámara no lo espiara a un palmo de sus ojos, los corrillos de mecánicos esperando la señal del reinicio de la carrera. Justo cuando yo dejé de atender lo que sucedía. Ganó el nuestro, pero de eso me enteré más tarde, cuando a las dos se repitió la pugna ante casi tres millones de personas. Supongo que todos llevamos dentro un espectador morboso. Lo raro es que hasta la F1 nos vale.