Sin ira y con estudio, miro atrás: tuvimos la suerte de redactar la Constitución en tiempos del emperador Jimmy Carter —por eso hay autonomías y un Estado social de derecho, aunque lo de social se note poco— y la desgracia de que Felipe llegara al gobierno en tiempos del vaquero Ronald Reagan. Con Reagan empezó aquella política consistente en rebajar los impuestos a los ricos y considerar la acumulación de dinero en pocas manos la muestra más alta de filantropía. Ignoro cómo llegan a esa conclusión, tan ajena a la Geometría. El caso es que todavía hay gente que cree que la corrupción es algo que introdujeron en nuestro viejo país Roldán y los de Filesa. Pero con Franco, estaban Sofico, Matesa, Redondela y demás, aunque eran episodios que se ventilaban poco y se traducían en golpes palaciegos: gana el Opus, pierde Falange (o al revés). Y luego vino la UCD.

En vísperas del ascenso socialista del 82, Alfonso Guerra anunció que poseía «auditorías de infarto» que reflejaban montañas de inmundicia en el seno de la TVE, la mejor televisión de España, un portaaviones mediático de donde, entonces y en el futuro, unos y otros sacarían fondos oscuros para financiaciones ventajistas. Las temidas auditorías no tuvieron consecuencias ni judiciales ni políticas, el clan del Betis sabrá por qué, pero retrataban algo entre el coño de la Bernarda y la casa de tócame Roque. Vinieron las televisiones autonómicas —la nuestra parecía hecha por Lizondo, ya entonces—, el gato blanco o negro que caza ratones y la costumbre de adoptar el estilo de la derecha para ganar votos, cuando sólo se abona el terreno para su preponderancia.

Mucho antes de los gürtelianos, hubo un fondo de aceptación social de los corruptos, pero mordidas y astillas no son ningún lubricante del progreso, como creen algunos, sino su impedimento más serio: produce atraso, desaliento, fuga de cerebros, desmantelamiento industrial, olvido de escuelas y hospitales a favor del circo… y si no, miren a su alrededor o mejor a Benaguasil (y su discoteca municipal).