La agonía de Ricardo Peralta tras su defenestración es un albur de flores: flores al vicepresidente Chaves aunque lo haya destituido, flores al líder Alarte aunque haya maquinado su aniquilación, flores al Gobierno por haberle otorgado la oportunidad de prestar el servicio público, flores a la socialdemocracia por estar en el lugar adecuado y en el momento adecuado. Flores a la naturaleza del poder mismo, que quita y pone a sus subordinados sin ofrecer explicaciones y al que tampoco hay que pedírselas. Toda la devoción de Peralta, su pleitesía y su elegancia institucional, toda esa ética de la responsabilidad impasible a las bribonadas que le han deparado sus jefes inmediatos, toda esa obediencia reverencial que difumina los hechos y las personas en favor de un empeño mayor o de un principio elevado, sigue, tantos años después, la ruta del PCE. A veces se mata por amor. La asfixia del rostro comunista en la que participó Peralta iba unida a un legado insomne en el que a veces los sueños se desprenden de sus refugios y conquistan la realidad. Uno es, en definitiva, lo que ha sido.

Ante una taza de café, tal vez a Peralta se le aparezcan, en algún pliegue de la memoria, Gramsci, don José Stalin, el eurocomunismo entero de Berlinguer y Carrillo, o le convenza Marchais del pacto reformista que firmó con Miterrand en los ochenta. El rostro impenetrable de Peralta tras su derrocamiento, su retórica sobria y su hermenéutica ungida por algún oso cuyo rastro se pierde en la III Internacional moscovita, logran una representación poética de la realidad. Falsa. Un canto libre alejado de la partitura. Los navajazos no hay que contarlos. De los ríos subterráneos no hay que extraer agua mientras el líquido mane en la superficie. Las reyertas personales las ha de narrar el individualismo liberal, que para eso es individualista y liberal. Como la socialdemocracia está confundida, lo primero que ha adoptado del viejo pensamiento es la práctica en la exhibición de las peleas.

El comunismo fue el primero en llegar y el primero en marcharse. Queda, sin embargo, su atmósfera, que no sucumbe. Peralta ha dado una lección de apariencia estos días —de serenidad y circunspección— frente a determinados berrinches agotados en un metro cuadrado de suelo. Y eso que ya no pernocta en la ideología de la Verdad y de la corrección política, ni claudica a la seducción de sus utopías fósiles. Al final, los restos de la idea comunitarista universal sólo sirven para reconocer un «estilo». Algo así como el toque de distinción inglés, la caballerosidad del hidalgo castellano o la quietud del monje trapense: un tatuaje de por vida. Es el sello más fuerte del legado comunista. Y el más perdurable. El resto constituye la anunciación de una primavera que nunca llegó (llegaron otras cosas que es mejor no recordar).

Afortunadamente, las masas quedaron excomulgadas hace muchísimo tiempo de la Historia. Nadie quiere ya redimirlas —es decir, salpicarlas de sangre—, lo que nos debe rodear de alegría.

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