Había necesidad de darle un balón de oxígeno a Camps a cinco meses de las elecciones? ¿Era ineludible reconocerle la interlocución y el liderazgo? Alarte se ha pasado dos años diseñando un perfil de Camps que lindaba con el choriceo y la delincuencia y cuyo rostro descomponía en un arco iris diabólico todos los semblantes de la corrupción pública. Su Consell constituía un templo donde se aniquilaban las más elementales normas democráticas: la viva imagen de la berlusconización de la vida pública o la del sátrapa cuyas perversidades había que denunciar ante el juzgado, tomado el juzgado como representante ecuánime destinado a enderezar las bondades del Estado de Derecho vulneradas por el PP. De repente, Alarte cambia la estrategia y se entrega a la posibilidad de un pacto con el demonio. ¿Cómo lo va a explicar en el partido? ¿Cómo lo va a justificar ante la opinión pública? Una vez más, la política deshace el hilo argumental que había desplegado y se inclina ante los intereses coyunturales. ¿Qué ha cambiado?

Puede objetar el líder socialista que mientras acusaba a Camps de deteriorar las instituciones, protagonizar financiaciones ilegales y corromper a «sus amigos» (o dejarse corromper por ellos), le estaba ofreciendo al mismo tiempo consensos sobre los puntos cardinales del presente y el futuro valenciano. Once llamadas sin respuesta en dos años, según el socialista, testimonian una voluntad férrea. Alarte puede justificar su pacto con Lucifer si somete su juicio a esa doctrina móvil que consiste en desvincular a la persona de la institución representativa, es decir, si desliga los «asuntos particulares» del bien colectivo. Pero el PSPV nunca ha escindido esa doble condición. Entre otras cosas, porque la realidad política forzaba el encuentro: el episodio de los trajes ha puesto bajo sospecha todas las políticas posibles e imposibles del Consell. Basta ojear el diario de sesiones de las Corts o la dialéctica empleada para verificar la eficaz soldadura establecida por el PSPV.

Con esos antecedentes, ¿qué gana Alarte en el pacto con Camps? Sabemos lo que gana Camps: levantará la bandera del centrismo, exhibirá el diálogo con la oposición, desvanecerá la efigie de un presidente que rehuye a la prensa y que se aísla en un búnker marmóreo. A cinco meses de las elecciones, no está nada mal. Si el pacto fracasa —que fracasará—, se saldrá de rositas. Si triunfa, se lo apuntará el Consell. El Gobierno, en estos trances, juega con ventaja: marca las cartas y escribe el último compás de la partida. Su maquinaria propagandística nunca desfallece. ¿Qué obtiene Alarte? Una porción de visibilidad, cierta condición institucional, una plataforma para mostrar sus virtudes y, sobre todo, su nuevo mensaje: no todo el discurso del PSPV gira en torno a Gürtel —del que ahora hay que huir— puesto que los socialistas piensan, trabajan y son capaces de aportar soluciones para reducir el apocalipsis económico. Al fin y al cabo, las dos cuestiones centrales del encuentro, la crisis y el Estatut, son coincidentes: pura economía. Gürtel ha pasado a la historia. Al menos, como medida de todas las cosas.