Entró en vigor la ley antitabaco, la de verdad y no aquella hecha mal y a medias. España no es un país de medias tintas. Léase, verbigracia, Memorias de un setentón (Ramón Mesonero Romanos), a Larra, Rafael Cansinos Assens o incluso a Manuel Azaña. La ley anterior fue un parche absurdo. Por un lado, no la cumplió casi ningún establecimiento hostelero; y por otro, hubo quien habilitó en el comedor un falso espacio para los fumadores —en realidad, enfermos esclavos de su terrible adicción— y otro para los abstemios del apestoso humo. Pero, hecha la ley, hecha la trampa. En muchos locales no se construyeron mamparas u otras barreras efectivas. Simplemente, en una parte del comedor se comía y fumaba, y la separación consistía en cuatro maceteros con flores de plástico o una celosía agujereada.

Naturalmente, por una ley física, la combustión del tabaco surcaba la atmósfera, sin la menor dificultad, de un espacio al otro. Ahora, por fin, parece que la nueva ley antitabaco es muy explícita, diáfana y contundente. Dada su formulación, nadie puede llamarse a engaño ni tampoco idear maldades para burlarla. Si la inspección correspondiente, del ramo de la sanidad, trinca a un local donde la propiedad deje fumar, la multa, en casos de infracción leve, es de 600 euros, y de 10.000 cuando en casi de reincidencia. Se acabaron, al parecer, las medias tintas, siempre que la Administración no se acojone, por cálculos electorales o presiones varias. Apelar a la «conciencia cívica» o a la «educación y al respeto a los no fumadores» es una gigantesca estupidez, cuando no un deseo imposible en un país donde el civismo y el respeto a los demás (o al espacio físico urbano) es propio de una sociedad atrasada e indisciplinada.

(Digresión: Valencia es una de las ciudades españolas más sucias y plagadas de cagadas de perro@s por doquier. El aumento de la población de estas mascotas, vaya cursilería, es un problema de orden público y además denota las carencias afectivas, o de otra índole, de millones de ciudadanos. Hay que trasladar a los perros@, y sus inaguantables ladridos, fuera de las fincas urbanas, al campo o la playa, para que tomen el sol y hagan caca al aire libre, entre el tomillo, el romero, la salvia o el orégano. ¡Pobres animalitos, presos y solos en un piso por culpa de unos seres humanos egoístas!)

No hay ciudadano más tolerante que el no fumador, condenado a convivir con los adictos por necesidad o por circunstancias inapelables de la vida. Tiene que tragarse el maléfico humo y, al llegar a casa, sacar toda la ropa, también la interior, al tendedero de la galería, para intentar que se borre el hediondo olor del tabaco. Sin embargo, el fumador mantiene que la víctima es él. El mundo al revés o el fanatismo hispánico. O «a mí nadie me prohíbe nada».

Los medios de comunicación han informado de los primeros casos de «rebeldía» e «insumisión» de hosteleros perdonavidas y fascistoides, negándose a cumplir la ley. Muy propio de este país alérgico a las medias tintas, ferozmente individualista, maleducado y cerril. El tabaquista sobra en los restaurantes. Llevarse la adicción al local, perjudicando a otros comensales, es una agresión y un caso claro de egoísmo, chulería y necedad. ¿Acaso no puede reprimirse el paciente de tabaquismo durante hora y media o dos, el tiempo que dura una comida? Si la Administración no empieza ya a abrir expedientes sancionadores y poner multas disuasorias, la ley antitabaco se transformará, más pronto que tarde, en agua de borrajas. Este país no entiende nada de civismo, educación y respeto al próximo. Sin represión (no es un país de medias tintas), ajustada a la ley, todo seguirá igual: el botellón, el ruido, los perros emporcando las calles, los ciclistas circulando por las aceras (y los peatones atemorizados) o los enfermos del tabaco masacrando a los sanos. Así están las cosas.