Estamos poco razonables con el tabaco, pero aunque la voluntad se resista (soy fumador, quiero decir que fumo, aunque no importe en el argumento; también soy zurdo y calvo) hay dos razones de peso a tener en cuenta: el derecho del fumador a fumar no es un derecho absoluto, quiero decir, que no es un derecho a fumar donde le dé la gana, si entra en colisión con el derecho del no fumador a no hacerlo. (Una cuestión que podríamos discutir es si el derecho del no fumador a tomarse una cerveza o un café donde le dé la gana es un derecho absoluto y, en consecuencia, todos los establecimientos deben permitirle el ejercicio de ese derecho). En cualquier caso, y esa es la segunda razón de peso, si hay una colisión de derechos como aquí ocurre, parece razonable que prevalezca el derecho a no padecer involuntariamente la acción de otro que el derecho a fumar o hacer libremente del fumador. (También podríamos discutir esta cuestión en otros ámbitos, por ejemplo, el derecho del caminante a caminar frente al derecho del conductor a conducir, pero dejémoslo). En fin, la libertad es una cuestión de límites y todas las leyes son una imposición. ¿Conclusión? Uno está de acuerdo con la ley (¡qué remedio!), pero me parecía más razonable su versión anterior por estar alejada de todo exceso.

De todas formas, estamos todos un poco gilipollas: si el objetivo de la ley era disminuir el consumo de tabaco y proteger los espacios públicos parece, en una primera impresión, que sólo ha conseguido estimular el negocio de fabricantes de estufas y mantas, el ingenio de los hosteleros y el cabreo de algunos que, además, aprovechan la ocasión para ponerse estupendos. Como el propietario del Asador de Guadalmina que, en la línea argumentativa general de González Pons, afirma que la ley es una cortina de humo del gobierno para no hablar de la crisis. O como el escritor A. Pérez Reverte, que asegura que «denunciar a un fumador es propio de un miliciano o de un falangista», dando a entender que no distingue entre fumador y señor que está transgrediendo una ley, como si no distinguiera entre follador y violador, y dando a entender que la legalidad incumbe en exclusiva a jueces y policía. ¿O qué decir de esa ola de insumisión que nos amenaza, por la cual, atendiendo al sagrado principio de sus santos cojones, algunos hosteleros-legisladores sí permiten fumar en sus establecimientos porque en su casa mandan ellos?

Existen