Vivimos días de incertidumbre en relación con el futuro de las cajas de ahorros; días en los que muchas cosas están a punto de cambiar. El Gobierno Zapatero parece dispuesto a acudir al rescate de aquellas cajas a las que el Banco de España infiere que tienen más apuntes contables que plata, por haber concedido créditos sin retorno posible a determinadas constructoras y empresarios. Primero fueron las fusiones —para que las cajas que no estaban enfermas cargaran con las que sí lo estaban— y ahora es la bancarización. El Estado, con dinero del fondo de rescate (Frob), se ocupará de sanearlas y después, cuando sean rentables, serán privatizadas. Se habla de una suerte de nacionalización temporal (cinco años), pero nada se sabe y nada se dice de cuál va a ser el destino de los altos ejecutivos que por incompetencia profesional o por obsecuencia política (políticos y sindicalistas pueblan los consejos de administración) han llevado a algunas de estas entidades al borde del desfiladero. Al margen de la sanción que merecen algunos por sus alcaldadas inmobiliarias o de otro tipo —no sé si sanción penal, pero sí, desde luego, sanción moral y social—, el saneamiento de las cajas es imprescindible porque también custodian los ahorros de mucha gente modesta.

Dicho esto, me apresuro a escribir que la privatización de las cajas, que es en donde a medio plazo desembocará el proceso anunciado por la vicepresidenta Salgado, no es una noticia para lanzar cohetes. Las cajas cumplían una función social imprescindible. Las obras sociales de las cajas reforzaban, por decirlo así, algunos de los flancos descubiertos del Estado del Bienestar. La privatización no debería cortar esas aportaciones; quizá deberían encontrar una continuidad a través de algún tipo de fundación a cargo, ya, de los nuevos bancos.

Una última nota: que se vayan a ir de rositas los altos ejecutivos que por incompetencia o por obsecuencia política han provocado semejante estado de cosas empuja a la melancolía.