La propuesta estrella de Mariano Rajoy en la reciente convención de Sevilla, una reforma de las normas que regulan determinadas atribuciones de diputados y senadores al objeto de suprimir lo que él entiende como privilegios, ha situado en el centro del debate nacional las pensiones, los viajes, los bonos de comedor, los instrumentos de alta tecnología de los que se dotan para sus funciones o las indemnizaciones por residencia fuera del domicilio habitual que perciben los parlamentarios españoles, ya sea en las Cortes Generales, en las distintas cámaras autonómicas o en las diputaciones.

En medio de las deliberaciones sobre la reforma de las pensiones de los ciudadanos entre Gobierno, patronal y sindicatos, en un clima contrario a la ampliación de la edad de jubilación a los 67 años y la adopción de recortes y otras medidas impopulares para que los jubilados del mañana puedan percibir su pensión como los de hoy, el debate planteado por Rajoy ha hecho que la sociedad haya vuelto la vista hacia los parlamentarios como personas privilegiadas, profesionales de la política que viven ajenos a los problemas de los ciudadanos de un país con cuatro millones de parados que emplean una parte significativa de su tiempo en procurar su propio bienestar y dotarse de una vida regalada. Este clima ha resultado también abonado por el fichaje de dos de los expresidentes de Gobierno, Felipe González y José María Aznar, por dos de las más poderosas empresas energéticas nacionales, Gas Natural y Endesa, a cambio de cuantiosas retribuciones y sin que hayan renunciado a las retribuciones que tienen asignadas por el Estado como ex primeros ministros.

En este marco, la reflexión del diputado de Convergència i Unió Josep Antoni Duran i Lleida en el sentido de que la rebaja de las asignaciones a los diputados llevaría al país a una cámara de representantes «plagada de funcionarios y pobres» no ha hecho más que alimentar el fuego en el que últimamente arden los representantes de los ciudadanos, otrora respetados como padres de la patria. ¿Cómo tiene que retribuir la democracia a sus representantes políticos en una situación ordinaria? ¿Y en una coyuntura de crisis económica y elevado desempleo? Es evidente que en épocas de bonanza no se cuestiona de la misma forma una prerrogativa que puede resultar un privilegio que en un período en el que hay miles de personas cada día en las colas de reparto de alimentos de beneficencia. En esta cuestión es donde más se hace patente la juventud de la democracia española, que aún no ha definido el perfil idóneo de sus políticos.

En la convulsa etapa de la transición, la política atrajo a personas que tenían en común su deseo de conseguir la libertad de que se había carecido en el franquismo, aun cuando estuvieran separadas por un abismo ideológico. Muchos de aquellos jóvenes de los 70 y los 80 abandonaron su profesión, sus empresas, y dirigieron los primeros pasos de una etapa de conquista de derechos para todos. Abogados, funcionarios de distintos departamentos y profesores de universidad copaban los escaños de los primeros parlamentos constitucionales. Y su retribución no era un debate nacional, salvo aquel episodio sobre la necesidad o no de que el Senado tuviera en sus dependencias una piscina para uso de sus señorías, que luego resultó necesaria para las medidas de seguridad y refrigeración.

El problema, tal como está planteado hoy, surgió con la segunda generación de políticos de la democracia, la que hoy ocupa los escaños. En aras de una renovación que impusieron más los partidos que los ciudadanos (que ahora echan de menos a los líderes de antaño), la clase que elaboró y aprobó la Constitución quedó relegada tras 20 años de dedicación completa. Fue enviada al paro y sólo quien tenía un puesto de funcionario al que regresar o unos bienes con los que jubilarse pudo o puede en estos días afrontar sin estrecheces su etapa de retiro. La política como acción voluntaria y altruista para conseguir el bien común con el buen gobierno necesitaba convertirse en una actividad profesionalizada. Hubo quienes reclamaron, incluso en los tribunales, pensiones, subsidio de desempleo, indemnizaciones... Y quienes habían sucedido en los cargos a aquellos pioneros accedieron a las peticiones, pensando en su propio futuro, en cuando les llegara a ellos el momento de retiro.

Fruto de esa cadena de actitudes, el perfil de los parlamentarios actuales ha cambiado. En la inmensa mayoría de los casos la consecución del bien común continúa presidiendo sus intenciones, pero ahora ya no se ingresa en las listas para acceder al escaño a pecho descubierto, sin paracaídas. Los voluntarios quieren garantías y los líderes se las procuran para no tener que verse rodeados de colaboradores mediocres porque los más cualificados no quieren dejarlo todo para verse dentro de cuatro u ocho años abandonados a su suerte. Las retribuciones se han multiplicado por las exigencias de los políticos y también por las de los partidos, máquinas de propaganda electoral en permanente y febril actividad. Los eurodiputados o los miembros del Congreso y el Senado reciben sueldos elevados, de los que sus formaciones políticas reciben significativos porcentajes para mantener su actividad. Y alcaldes y concejales se rodean de personas políticas o personalmente afines, con sueldos cargados a las instituciones, a fin de liberar a sus partidos de esas obligaciones económicas directas y mantener camarillas, seguidores y empleados fieles.

No constituye ningún motivo de escándalo que los diputados y senadores puedan viajar gratis para desempeñar su función de representante público; o que reciban una compensación justa para costear viviendas en Madrid durante su mandato; o que dispongan de un coche oficial siempre que se utilice para el fin adecuado, el bien común o la seguridad. Pero son muchos los abusos, y van desde la utilización de medios públicos para fines privados hasta las prebendas más insultantes, como la asignación de subvenciones para que un menú les cueste cuatro euros. Un diputado nacional, autonómico o provincial no necesita tener, con cargo a su institución, el último y más caro modelo de tableta electrónica, ni tampoco un comedor particular habilitado a base de millones en un edificio histórico. Debe cobrar un sueldo que le proporcione una justa retribución sin alcanzar la categoría de agravio para los ciudadanos, y no esconder trampas diseñadas para financiar otras estructuras. Y debe ser un reflejo de la igualdad que recoge la Constitución, no dando lugar a beneficios exagerados. Si un ciudadano puede jubilarse a los 65 años con su pensión después de haber cotizado 38,5 años no hay razón alguna para que un diputado o senador logre ese derecho en condiciones distintas o con períodos de cotización más breves.