Alguien dijo una vez que era muy difícil jugarse la vida en los campos de batalla en defensa de un Estado que Bertold Brecht había desprestigiado de forma irreparable al identificar a sus dirigentes políticos con mafiosos. ¡Pobre Brecht! Al parecer, él era el culpable de no respetar la gloria del dirigente infalible del Estado, heredero de otras infalibilidades. Lo pagó caro. Huyendo de los nazis, llegó a Estados Unidos y se puso en la cola de la inmigración. Cuando el delegado de fronteras le tomó el nombre y le preguntó qué sabía hacer, sólo se le ocurrió decir que era guionista. Lo era. Con el tiempo, un confuso adolescente llamado Bob Dylan escuchó en un teatro neoyorkino a la misma Lenya cantar Pirate Jenny, la Canción del pirata de su Ópera de tres peniques y le inspiraría una de sus primeras canciones, Los tiempos están cambiando. ¡Pobre Brecht! Tendría que cobrar derechos de autor. Y no a Dylan, sino a otros. Por ejemplo, a este hijo de Gadafi, un mal actor que representa a Maki Navaja y amenaza con su traje a rayas y su ametralladora escondida a los pobres libios. O a ese Mubarak, invocando las grandes palabras de honor, soldado, patria, mientras transfiere sus últimos dólares a paraísos fiscales. Por no hablar de los ministros franceses en los hoteles de la tranquila Túnez, mientras los millones de jóvenes tunecinos, cansados de formarse, miran desesperados cómo cuelgan en sus casas los mejores diplomas del mundo árabe para ir al mismo paro que todos los demás jóvenes árabes.

La globalización tiene estas cosas. Por doquier se aprende de forma acelerada los puntos de vista de Brecht. Salvo en Europa, donde al parecer puede pasar de todo, sin que los ciudadanos se tomen en serio a sí mismos y se demuestren respeto. Sesenta años de políticos miopes, oportunistas, resentidos y mezquinos, manejando ese monstruo infame al que ellos llaman nacionalismo, han llevado a Bélgica a la desesperación, dibujando una falla insalvable sobre el edificio mismo que soporta la sede de la Unión Europea. Los jóvenes belgas, tras más de medio año sin gobierno, salen a las calles a tomar patatas fritas. Algo es algo. Sarkozy se salta dos siglos de tradición republicana y lanza una medida que nos hace regresar a los años 30. Al parecer no pasa nada. Y qué decir de un Berlusconi que gusta retratarse con el busto de un emperador romano al fondo (supongo que Tiberio), y que se dispone a parapetarse en el palacio Grazioli para burlar el cargo de corrupción de menores.

La culpa es de Bertold Brecht, desde luego. Un chistoso ha dicho que los ciudadanos de los países musulmanes quieren democracias de calidad. ¿Y los europeos, qué debemos querer? ¿Cuál debe ser la calidad de nuestra democracia, ahora que algunos se dan cuenta de lo que siempre ha estado ahí, que vivimos en la frontera de un volcán? Pues eso es y será el mundo musulmán mientras esté gobernado por tiranos. ¿Calidad de la democracia? Es un poco sencillo, señor chistoso. Nadie debe sentarse ante un juez sino desde la condición de ciudadano común. Nadie debe ser citado ante un juez sino gozando del estatuto de ser igual ante la ley. Nadie puede mirar a un jurado popular y defenderse en juicio de delitos cometidos durante su gestión política, siendo todavía un cargo público electo. Nadie puede representar políticamente a un ciudadano limpio siendo confeso de un delito de cohecho, propio, impropio o perifrástico. Que discutan todo lo que quieran acerca del estatuto de imputado, que reformen todo lo que quieran el proceso, pero la calidad de la democracia —señor González Pons— pasa porque en el banquillo de los acusados no esté un presidente de la Generalitat. Es el honor y la vergüenza de la ciudadanía lo que hay que preservar, porque el representante actúa en lugar del representado y en su nombre. Lo otro, aparte de un error político irreparable que cometerá su partido y su líder máximo, es cavar un poco más en la fosa en la que enterraremos todos los principios liberales.