Soy partidario de los derechos de propiedad intelectual, de las lindes bien dibujadas en las fincas rústicas y urbanas y hasta de las escrituras que obran en poder del señor notario, perdón por una declaración tan poco bolchevique. Durante una década más o menos —qué birriosas y fungibles son las fases históricas en este período acelerado—, durante un decenio, digo, algunos internautas se beneficiaron, indirectamente, del proceso de colonización del ciberespacio: el capitalismo, que ahora es financiero y ubicuo y blanqueado como Moby Dick —mobilis in mobili—, siempre creció a golpe de latrocinio, ya fuera robando a los indígenas de varios continentes, comprando las tierras comunales o desamortizando los bienes eclesiásticos. Tampoco la LRAU respetaba el derecho a la propiedad privada: si tu chalé caía dentro de un PAI, pues te quedabas compuesto y sin el chaletito de tu vida.

Para saber esto no hace falta leer a Tuñón de Lara o Sloderdijk, pero es preciso haberse mirado, al menos, El capitán Trueno. Por otra parte, pertenezco a esa humanidad razonante a la que le parece injusto y provocador que haya tipos que nacen con hectáreas de poderes y beneficios mientras que algunas parejas jóvenes se han encadenado de por vida para pagar un piso que no vale ni la mitad de lo que costó. O que el nieto del compositor de un pasodoble —simpático y jaranero, pero que tampoco es un concierto de Mozart— pueda vivir como un potentado mientras que hay muy pocos contratos para los músicos vivos.

Socialismo sí, pero poco a poco y con orden: puede que la SGAE represente a los autores tan bien como los sindicatos al resto de los trabajadores, pero eso no es un argumento ni contra los derechos de autor ni contra los salarios. La industria farmacéutica está llena de sinvergüenzas, pero no pienso curarme la tuberculosis con una piedra caliente. Salgo al paso del lugar común del resentimiento que tacha a los creadores de gente «subvencionada». Siempre lo son: por los obispos o ministros, por los fabricantes de ascensores como el marido de Tita Cervera y, a veces, hasta por el público.