Una cosa es la serie. Otra, el libro. La serie es correcta; el libro, un monumento. Con «Crematorio», el valenciano Chirbes (Tavernes de la Valldigna) ascendió a una cima literaria (narrada con el estilo de años 60/70, pero alejada de las virguerías experimentales de aquellos ejercicios lingüísticos) y por el momento sigue varado ahí, en la cumbre. Pero la novela no es –como se viene especulando– una denuncia de la corrupción urbanística. Si lo fuera, sería una novelita fruslera. Al igual que si la obra narrativa se nucleara en torno a un «tema». Chirbes trata del alma humana, que es de lo que hablan las grandes novelas. En este caso, de las frustraciones, de los ideales moribundos, de los fracasos y las encrucijadas de la existencia, de la culpa. De la corrupción, sí, pero de la corrupción que recorre la vida. Del precio ético que se paga con solo vivir. Y también de la destrucción del paisaje como símbolo de un despojo. O de la conquista de la riqueza, que no clausura heridas. En la novela hay un arquitecto-especulador, el protagonista, fascinado por el arte: por lo que «es» el arte y porque nunca ha logrado atraparlo. Viaja a Italia a la caza de un detalle de Piero della Francesca o en busca de la ética que nace con el arco de medio punto tras resituarlo Bramante. Un protagonista que derrama sensatez, pese a ser un criminal. «Nadie, al que le guste Manhattan, puede estar contra el cemento», dice, frente las corrientes pseudoecologistas, el relativismo acicalado y la correción política que lo abrasa todo.

Es el segundo desarrollismo en la costa –el de los ochenta, pero también el primero, el de los sesenta– el que está en la novela, y también el de estos últimos años, ya agotados. No podía ser de otra manera. El autor vive hoy y vive aquí. En Beniarbeig. Por eso, comprimir «Crematorio» sobre la derrota del paisaje vencido por el cemento o sobre las analogías de un paisanaje que habita en el PP resulta un monumento a la trivialidad. Otra concesión fútil y onerosa. Quizá la serie establezca el paralelismo insidioso. La búsqueda de la clientela –del espectador mayoritario– ha de pagar el peaje de la banalidad. El libro, desde luego, nunca sucumbe a esas polvaredas. Ni a las «populares», ni a las socialistas, ni a las ucedistas, ni a las franquistas. Tonterías.

¿Que la serie la ha subvencionado la Generalitat? La pregunta debería ser distinta. Por qué paga 400.000 euros la Generalitat a una serie que se produce en Madrid y para un determinado grupo de comunicación. Las supuestas contradicciones inferidas –un PP impregnado de corrupción costea una serie en la que subyacen las prácticas especulativas y mafiosas– hay que buscarlas en la mayor contradicción de esta historia insignificante: los 400.000 euros de la Generalitat debía habérselos embolsado Chirbes (y sin concurso público, por favor) por levantar una de las mejoras novelas de los últimos años al sur de los Pirineos. Desde aquí, desde Beniarbeig. En lugar de jugar a los detectives y espesar escozores, lean el libro.