El concepto de familia numerosa parece hoy un tanto trasnochado y, por desgracia, hay muchos que atribuyen a razones ideológicas o religiosas el hecho de tener no sólo uno ni dos hijos, sino más de tres. En consecuencia, da la impresión de que tener una gran familia es casi un estigma y por ello no es de extrañar que escaseen, cuando las hay, las facilidades a las familias numerosas. Se olvidan los que así piensan que una familia de cinco o más miembros es en la mayor parte de los casos un factor de estabilidad social. También es cierto que si todos tuviéramos muchos hijos, los problemas demográficos se exacerbarían, pero ¿de verdad creen ustedes que la España actual tiene una natalidad desbordante? La respuesta es no, y por ello nuestros hijos son la mayor garantía de continuidad, tanto de los pueblos y profesiones que conocemos hoy, como del sistema de pensiones y el Estado del Bienestar.

Así pues, vaya por delante mi defensa de la libertad de cada cual para escoger el alcance de su descendencia y déjenme que les dé una razón inapelable para procrear. No conozco nada mejor que la vida y cada día que pasa me doy cuenta de la inmensa cantidad de sensaciones satisfactorias que pueden aportar cada momento; por lo que para mí el viejo concepto de valle de lágrimas no tiene ningún sentido y, al contrario, no encuentro reparo alguno en proyectar hacia otro algo tan placentero y lleno de oportunidades.

Pero vayamos a la realidad de las cosas, a la necesidad que tienen las familias de organizarse y a la responsabilidad de las instituciones de facilitar a todos la tan traída y llevada conciliación de la vida familiar y profesional. La maternidad/paternidad no es tan sólo una decisión personal y libremente adoptada de los ciudadanos, lo que en definitiva obliga a ser coherentes con la misma y estar dispuesto a aceptar esta realidad en todos sus aspectos, los más gratificantes y los que ofrecen mayores dificultades. También la procreación es un servicio a la sociedad y, como tal, merece ser tenido en cuenta y generar una serie de derechos y facilidades.

Nada más lejos de mi intención que plantear compensaciones económicas. El cheque bebé que la crisis económica arrumbó para siempre me pareció un despilfarro electoralista y, en su lugar, creo que lo que deben los poderes públicos a las familias es pura y simplemente la oferta de servicios a precios razonables y acordes con los ingresos de las clases medias del país y con subvenciones para las clases más desfavorecidas. Mejorar las prestaciones públicas de enseñanza y de asistencia médica y social así como introducir en el sistema de pensiones módulos adicionales para quienes en el momento de la jubilación aún tengan hijos a su cargo, serían algunas de las medidas que se me antojan más necesarias, junto con la extensión de los centros educativos a las edades de entre 0 y 6 años y el establecimiento de módulos del consumo de agua, gas y electricidad acordes con el número de integrantes de la unidad familiar.

Las medidas anteriores, junto con la solidaridad entre las familias y la educación en hábitos de consumo responsable, son las actuaciones que mejor pueden contribuir a asegurar el recambio generacional en un país, y para ello, además de la sensibilidad y de las actuaciones de las administraciones, tenemos que dotarnos de organizaciones ciudadanas que transmitan a la sociedad las necesidades y valores de las familias, sea cual sea su ideología, religión o composición (no me olvido para nada de las familias monoparentales ni de las familias homoparentales). Por eso, desde aquí quiero dar la enhorabuena a asociaciones como Asfana (Asociación de Familias Numerosas), que contribuyen a fomentar la solidaridad entre las familias sin estar al servicio de ningún credo o ideología y que pueden y deben convertirse en ejemplos de mediación entre los ciudadanos y la Administración.

El coste de la desigualdad. A pesar de ser un optimista visceral y de leer la historia en clave de progreso de las libertades, de los ciudadanos y de las sociedades, no puedo negar el hecho del enriquecimiento desmesurado de los menos y el empobrecimiento paulatino de la mayoría a que nos está condenando esta época de predominio del pensamiento único y de la tiranía de los mercados. La desigualdad entre las clases trabajadoras y una reducida oligarquía crea situaciones muy comprometidas y no es de extrañar que, como bien decía John Kenneth Galbraith, ello obligue a los ricos a gastar una considerable parte de su fortuna en la protección de sus bienes e incluso en su defensa personal, gastos que se evitarían con una mayor justicia distributiva.

Las recientes protestas ciudadanas en Túnez, Egipto, Libia y otros países del sur del Mediterráneo demuestran también que los abusos de poder tienen un precio que se paga con el destierro y que, a medio o largo plazo, no compensa mantener los privilegios de una minoría frente a la pobreza de la mayoría.Ha llegado, pues, el momento de que revisemos el reparto de las riquezas y de que Europa, que en eso lleva un gran adelanto frente a Norteamérica, Rusia o los países asiáticos, empiece a plantear la alternativa de su modelo de fiscalidad progresiva y Estado de Bienestar frente a otros modelos en los que primen los intereses geoestratégicos o simplemente económicos.

En este sentido, el modelo a exportar, pero también a conservar en Europa, sería el de una política fiscal rigurosa y una gestión transparente que minimice los riesgos de corrupción. El beneficio para todos sería la estabilidad local, regional y mundial, que ofrece una mejor distribución de la riqueza.