El título de este artículo es el lema del Día Nundial del Agua que hoy se celebra y que invita a una oportuna reflexión, la creciente complejidad de abastecer de agua unas ciudades que crecen sin cesar. Los números lo evidencian. Al inicio del segundo milenio habitaban el planeta 300 millones de personas. Desde entonces, el período requerido para que la población aumente 700 millones se ha reducido de modo vertiginoso. Ocho siglos para llegar a los 1.000 millones (en 1800), uno sólo para alcanzar los 1.700 millones (en 1900) y menos de medio para rebasar los 2.400 millones (2.500 millones en 1950). Hoy, ese período es inferior a la década. En efecto, en media, en cada una de las seis últimas, la población ha aumentado 750 millones. Así se ha llegado a los 7.000 millones de hoy. Un impacto que amplifica la asimetría. Actualmente, la población urbana es mayoría, cuando en 1950 representaba sólo un 24 %. El resultado sobrecoge. En las seis últimas décadas las ciudades han sextuplicado su tamaño (600 millones en 1950 por 3.600 millones en 2010).

Atender las necesidades de agua de una creciente población urbana con los actuales estándares de calidad conlleva un impacto formidable sobre el medio natural. Hay que desviar más agua (y la de mejor calidad) de los cursos naturales para un uso, el urbano, que la degrada notablemente. Su distribución y posterior depuración conlleva grandes inversiones que muchos municipios no pueden asumir. Sin subsidios es imposible mantener en el tiempo la depuración de las aguas (las actuales tarifas lo impiden). El ciclo urbano deviene insostenible, el entorno se contamina y es menester buscar cada vez más lejos recursos de calidad, lo que genera graves conflictos sociales. El caso de México es paradigmático. No acaba ahí el impacto. Urbanizar es impermeabilizar, aumentar la escorrentía, minimizar la recarga de acuíferos y, en definitiva, alterar el ciclo natural del agua. La agricultura, el uso mayoritario, tiene un impacto muy inferior. Está más distribuido, en ausencia de fertilizantes y pesticidas no contamina, apenas altera el ciclo natural del agua y requiere inversiones mucho menores.

Pero no son estos profundos cambios del pasado inmediato (hablamos de sólo medio siglo) lo que magnifica el desafío. El mayor reto es superar el inmovilismo que ha bloqueado la política del agua en estos 50 años de cambios profundos. No parece razonable que estén vigentes derechos históricos otorgados hace ocho siglos cuando aquel mundo en nada se parece al actual. Una banca confiando sus balances a contables de bloc y bolígrafo, ataviados con manguitos y visera, llevaría un retraso menor al del actual mundo del agua, hoy inmovilista, antaño pionero. Porque es en la mejora del manejo del agua donde el hombre ha evidenciado su mayor ingenio. Necesaria para vivir y para alimentarse, las civilizaciones más antiguas ya regaban sus campos. Hay maravillosas evidencias, como el acueducto de Segovia, de aquel ingenio. Un movimiento del agua al que prestaron gran atención algunas de las mentes más privilegiadas de la humanidad. Como Leonardo o Galileo. Y con gran vitalidad llega la ingeniería del agua al desarrollismo del siglo XX. Presas como la Hoover (convirtió un desierto en la ciudad de Las Vegas) y centrales como la de Itaipú (quince veces la potencia de la nuclear de Cofrentes) lo demuestran.

No extraña, pues, que en los albores del siglo XX el agua comience a llegar a los grifos de nuestras casas. Pocas décadas después, mediados de siglo, las más de las viviendas de nuestro país disponen de agua y alcantarillado. Las depuradoras, la mayoría financiadas con dinero de Bruselas, llegaron con las cuatro últimas décadas. Y aunque las redes de agua urbana son inversiones poco vistosas (Franco sólo inauguraba presas), su concurso marca un antes y un después en la calidad de vida de los ciudadanos. La necesidad social propiciará la revolución silenciosa necesaria para llevar el agua a todas las viviendas. Una infinidad de pequeñas obras, repartidas en el espacio y en el tiempo, que en conjunto conforman una inversión formidable. Siguen jugando un papel esencial, aunque apenas se les presta atención. De ahí su lento y progresivo deterioro.

Construir no es mantener. Los países desarrollados conservan sus infraestructuras mientras que los que no lo son tanto se empeñan más en su construcción. La administración española del agua, concebida para promover grandes obras (era lo que tocaba cuando a principios del siglo XX se diseñó), no ha evolucionado. El Estado construía y pagaba las infraestructuras hídricas y el agua era casi gratis. Aún hoy se piensa igual, que la Administración debe asumir prácticamente todos los costes, que hablamos de un recurso esencial y de libre acceso por más que la Directiva Marco del Agua diga lo contrario. Mientras, estas infraestructuras urbanas envejecen y deben ir reponiéndose. Aunque nadie sabe con qué dinero. Agotado el de Bruselas y con una administración no sólo endeudada sino con la imperiosa necesidad de reducir su déficit, debería salir de unas tarifas que no lo contemplan. El panorama preocupa. Las ciudades crecen sin parar, el servicio está por regular, hay intereses creados empeñados en atajar todo atisbo de reforma mientras los políticos sólo piensan en rentabilizar un discurso hídrico provinciano y demagógico. Con una cultura de los ciudadanos que piensa (nadie se ha molestado en explicar por qué no es así) que el agua debe ser prácticamente gratis, una burbuja hídrica, como otrora la inmobiliaria, amenaza. Evitar su explosión incontrolada es el reto al que nos enfrentamos.

Las reformas de calado planteadas con tiempo son menos traumáticas y evitan los parches de última hora a los que esté país está tan acostumbrado. Esta legislatura generosa en problemas, también lo ha sido en lluvias. Un agua caída que ha servido para aparcar el abordaje de los graves problemas que hay sobre la mesa, ignorando que su solución contribuiría a aliviar otros. Porque un uso más eficiente del agua (como en Alemania) conllevaría un ahorro energético importante, generaría empleo, mejoraría el medio natural y, en fin, disminuiría el coste global del servicio. Pero claro exige recuperar los costes lo que, en media, equivale a cuadruplicar las actuales tarifas. Aunque impopular, un análisis completo de todos los gastos demuestra, como consecuencia de la mejora de la eficiencia, que el gasto final disminuye. Los plazos de amortización se alargarían, consumiríamos menos agua embotellada y no se destinarían impuestos indirectos a financiar unas obras que pagarían directamente los usuarios. En definitiva se adecuaría la política del agua al momento.

El desafío del agua urbana es, pues, formidable. Y lo es mucho mayor en los países en desarrollo. Como nada invita a pensar en un cambio de tendencia en la evolución de la población ni en sus costumbres, la complejidad aumentará. Las ciudades crecerán, consumiremos unas infraestructuras cuya renovación exige inversiones que no contemplamos y aumentaremos los impactos sobre un medio natural prácticamente virgen hasta hace cien años. Con todo, la actual política del avestruz perjudica sobre todo a unas generaciones a las que las decisiones de hoy les afectan mucho más que a quienes las toman. Las hipotecas que, sin su consentimiento, les estamos dejando, comprometen su calidad de vida. De ahí la importancia de la reflexión de hoy. De ahí la importancia de actualizar las políticas. Está en juego, y hay precedentes, evitar el colapso de la civilización actual. Seamos, pues, solidarios con quienes están por venir.

Catedrático de Mecánica de Fluidos Universidad Politécnica de Valencia