El autor de El maestro ignorante o La noche de los proletarios, Jacques Rancière, uno de los más importantes filósofos franceses vivos junto con Etienne Balibar y Miguel Abensour, estará mañana en Valencia gracias al Instituto Francés y se quedará hasta el viernes para discutir con un grupo de pensadores españoles. La política del Estado francés en el ámbito cultural no conoce los vaivenes de las crisis como nosotros los españoles y, todavía más, los valencianos. Su política es firme y constante. Ha identificado que sus pensadores pasean el prestigio de Francia por el mundo entero y actúan en consecuencia. El resultado se puede expresar con claridad con este ejemplo. Si uno va a las cátedras de español de Estados Unidos, se supone que debe ser un especialista en Cervantes o en el Siglo de Oro, y a lo sumo en García Lorca. Pero si uno va a las cátedras de francés, se da por sentado que ha de ser un conocedor del pensamiento francés actual, de sus filósofos contemporáneos. El español sirve para conocer un archivo del pasado. El francés para hablar del presente. Esta es la diferencia del papel de la cultura de nuestros dos países. No es posible hacer un diagnóstico de lo que la sociedad actual mundial piensa sobre sí misma sin adueñarse de la cultura francesa. Y eso hace que sus grandes pensadores sean apoyados desde las instancias oficiales con un sentido de la imparcialidad que entre nosotros es más bien raro.

Decir Rancière significa hacer presente la experiencia del pensamiento de los últimos cuarenta años. Discípulo de Althusser, comprendió que los pensadores capaces de extraer las consecuencias del mayo del 68 iban a acabar convirtiéndose en los héroes intelectuales del último tercio del siglo XX. No debió ser para él un suceso cómodo ver cómo se desvanecía el esfuerzo de Althusser por pensar a Marx, y desde cierto punto de vista comprendió que el triunfo de Foucault era merecido. Sin embargo, dotado de una rara fidelidad, tampoco se pasó a las filas de aquellos pensadores bien preparados para animar a la producción de un universo continuo de diferencias que ha acabado siendo la legitimidad filosófica de la globalización. Ni se ha dejado enrolar en esa filosofía de la ética que se centra en el encuentro, la hospitalidad, en el rostro del Otro. Ni pensador de la ontología, ni de la naturaleza, ni de la ética, Rancière se ha mantenido fiel a un pensamiento de la política que brota de la modernidad inaugurada por la Revolución Francesa, una política que quiere reconocer aquello que la constituye frente a lo que él llama policía y ahora se llama gobernanza o buen gobierno.

La política es para él la emergencia de un disenso que alienta un conflicto capaz de hacer visibles y audibles a nuevos sujetos, pero también de definir de nuevo la totalidad de un pueblo. Esta es la exigencia de la democracia, la posibilidad siempre renovada de fundar lo común, pero a través de la posición de una parte que no había sido sido contada hasta ahora como tal. El conflicto no busca la victoria sobre el enemigo, sino superar la propia posición tensando de nuevo los valores universales capaces de configurar un pueblo. Esa política no se deja llevar por el mito del consenso ni por el prestigio de la guerra, y se niega a suponer que la multiplicidad amenace la paz. Sin duda, toda política implica este ejercicio que bordea los peligros, pero ha de hacerlo si quiere ser legítima y democrática. Sin embargo es preferible correr ese riesgo a fortalecer el cierre oligárquico de la politica, el peligro sustancial que deja sin voz a los que siempre pueden hablar. Ahora, cuando Occidente debe asumir su condición provincial en el mundo global y tiene que seleccionar a qué quiere ser fiel de su pasado, la idea de una democracia sin miedo quizá sea la propuesta más básica que nos ofrece Rancière, sin duda un pensador fundamental de nuestro tiempo.