Si una autoridad dice que se va, que dimite o, al menos, que ha decidido no repetir mandato, y el resultado es de una alegría generalizada, hasta de lágrimas de gozo, es como para acudir al psiquiatra para que le atiborre a Prozac. Lo común cuando llega el final de una carrera política es que a uno le digan esa mentira piadosa de que se pierde una figura irremplazable. Como poco, hay que agradecer los servicios prestados, que así, a secas, suena a crítica feroz —cuando no a venganza—. Pero ni siquiera eso; lo único que ha recibido con su anunciada marcha el señor Rodríguez Zapatero es una explosión de euforia jamás vista en ocasiones semejantes.

Lo cierto es que el desengaño con el todavía presidente ha sido de los de órdago. Pero la culpa no es en especial suya. La retahíla de catástrofes que ha llevado a que sólo le aplaudan cuando dice que lo deja comenzó con la fórmula de las primarias que los estatutos de su partido establecen. Ganó Rodríguez Zapatero pero no porque quienes le votaron supiesen apenas nada de él. Era un absoluto desconocido: algo bien lógico, porque, que se sepa, jamás tuvo un empleo a desempeñar, ni bien ni mal, y sus cargos políticos anteriores habían sido, con todos mis respetos por la metáfora quizá impropia, de tercera división. Pero ganó. Lo hizo de rebote al asumir la presidencia de su partido, porque fueron muchos los que votaron a la contra con el fin de frenar a Bono. Luego, tras los años en que, pese a ser el líder de la oposición, tampoco se supo gran cosa de él —salvo en lo de quedarse sentado—, llegaron las elecciones generales. El 11-M pasó lo que pasó y, de nuevo, hicieron muchísimo más Acebes y Aznar por la victoria del desconocido líder socialista que todo el aparato de la entonces oposición. Seamos serios, ¿alguien recuerda una sola promesa electoral de quien a la postre ganaría?

Que Rodríguez Zapatero vaya a pasar a la Historia como el peor presidente de la democracia —costará trabajo dar con uno que siquiera le iguale— es desgracia de origen bien claro. No tiene nada que ver con la crisis económica, aunque sin ella el hoy presidente habría soñado quizá con un tercer mandato. Las culpas del despropósito que le ha mantenido siete años hasta hoy en la Moncloa debería caer sobre las espaldas de esa mayoría relativa de españoles que le votó y, luego, sobre la de los profesionales del apoyo parlamentario interesado, que como principio político no puede ser más infame pero sale muy a cuenta atendiendo al reparto presupuestario.

Se diría que con semejantes bochornos a la vista no iba a ser posible caer en el mismo error, pero se ha comprobado que sí. El partido que celebra ahora como una victoria en las urnas el que su presidente y, de momento, primera figura abandone ya hace circular globos sonda apuntando de nuevo a las primarias. Se nota que las equivocaciones duelen pero no enseñan. Somos así de raros.