En la tierra ignota se encuentran dragones, seres mitológicos, demoníacos, devoradores. Es el averno, el hades, la tierra de los muertos. Todos poseemos ese lugar sombrío e inhóspito que habita en nuestro interior: ¡se me llevan los demonios! decimos cuando perdemos la serenidad y la calma ante una situación imprevista, injusta y desagradable. Sin embargo, esos dragones han de ser primeramente reconocidos, una vez explorado el interior de uno mismo. Decía Pascal que no sabía cómo era el corazón de un asesino, pero se asomó al corazón de un hombre «honrado» y se asustó. En el frontispicio del templo de Delfos se leía la máxima de los siete sabios de Grecia: «Conócete a ti mismo». Y Cervantes nos da, por medio de Don Quijote, un certero consejo: «Has de poner los ojos en quién eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse; del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey».

Todo santo tiene un pasado; y todo pecador, posee un futuro. Así comienza la última película de Joffé, Encontrarás dragones. Ciertamente el pasado es inamovible, y el futuro no está en nuestras manos. Pero adentrarse en el corazón de un santo y en el corazón de un asesino da como resultado un drama sobre el perdón: lo palpitante no es tanto el perdón de lo pasado y de quien lo hizo, sino que tal concesión graciosa supone un nuevo recomienzo: para el perdonado que cancela su pasado, pero todavía más para el que otorga el perdón, porque inicia una nueva vida, un nuevo futuro. Emociona leer «a mi hijo lo mató ETA, pero, en mi corazón, he perdonado a sus asesinos». No es fácil. El interior del hombre clama justicia —que muchas veces, es sinónimo de venganza— ante el mal sufrido.

Vasili Grossman, en su novela Vida y destino, llega a afirmar que «todos los hombres son culpables ante una madre que ha perdido a un hijo en la guerra; y a lo largo de la historia de la humanidad, todos los esfuerzos que han hecho los hombres para justificarlo han sido en vano». En efecto, no hay racionalidad suficiente que pueda explicar tan atroz dolor. Ni se puede pedir lo imposible. Grossman sigue afirmando que «la crueldad de la vida engendra el bien en los grandes corazones, y éstos llevan ese bien a la vida…, pero no son los círculos de la vida los que cambian a imagen y semejanza de la idea de bien, sino la idea del bien (encarnada en el santo) la que se hunde en el fango de la vida, se quiebra, pierde su universalidad, se pone al servicio de la cotidianidad y no esculpe la vida a su hermosa pero incorpórea imagen (de bien)». La ofensa, el dolor, el perdón: trilogía de acciones concretas, con personas concretas. No es andar por las ramas de la inoperancia teórica: clava su mirada en los ojos, directamente, tersamente; y dice sencillamente: perdón.