Hace no tantos años, pocos habían oído hablar a sobre el fenómeno de la globalización y más como una teoría económica que como una realidad opresiva. Llegó como los ladrones, con nocturnidad, silenciosa e insidiosamente, aplicando las que se conocen como sus reglas básicas para alcanzar sus objetivos, reglas propuestas por Milton Friedman y sus Chicago boys. Solo fue a partir de la cumbre de Seattle cuando el gran público, el último que se entera siempre, se percató de que estaba ocurriendo algo que le afectaba o podía afectar directamente en algún momento.

Una vez introducido el fenómeno, hay que dejar claro que se trata de una teoría económica a la que el mundo empresarial se incorpora gozoso, porque los objetivos propuestos son golosos, coincidiendo con sus aspiraciones, y aquí surge la primera pregunta: ¿cuáles son esos objetivos? La respuesta es el crecimiento económico constante por medio del incremento hiperbólico de los beneficios, en un mundo donde hay una conciencia casi universal sobre lo finito de cualquier recurso, producto, servicio o beneficio relacionado con el mismo.

Esos logros se alcanzan por medio de unas reglas de juego: privatización (de los servicios públicos, especialmente en sanidad y educación); deslocalización de empresas, ahora lo llaman externalización (buscando paraísos laborales); libre circulación de capitales (sin trabas fiscales); flexibilidad laboral (despido libre, rebaja de las indemnizaciones por despido, contratos temporales); reducción de impuestos a las empresas (para favorecer el crecimiento económico). Estas medidas en mayor o menor grado han sido asumidas por los gobiernos de los partidos mayoritarios en nuestro país, justificándolas como si formaran parte de su mensaje político, pretendiendo que con ellas se reducirá el paro y volveremos a comer perdices todos felices...

Pues no, el resultado conseguido lo podemos sintetizar: incremento del paro a niveles nunca conocidos; incremento de las bolsas de pobreza; empobrecimiento de la clase media; endeudamiento de las familias; congelación de salarios y pensiones; esclavitud hipotecaria de por vida. Eso sí, los que ya eran ricos antes de este desmadre globalizador, ahora lo son mucho más, gracias a una política financiera de corte especulativo que da más a quien más tiene. Y como funesta consecuencia de esta trágica mascarada, el empobrecimiento del componente mayoritario de la sociedad, que reduce inexorablemente su capacidad de consumo, por más que las empresas inviertan en publicidad manipuladora.

Los llamados entendidos y los políticos dicen que hay que incrementar la tasa de consumo para salir de la crisis. ¿Cómo pretenden incrementar el consumo, el mercado de sus productos esas superempresas aventadoras de la globalización? Si la capacidad de compra se está contrayendo a un ritmo acelerado —a eso yo lo llamo «morir de éxito»— pues cuanto antes mejor. Henry Ford dijo: «Paga a tus trabajadores lo suficiente como para que puedan comprar tus coches». Valdría la pena que todos esos entendidos de pacotilla aprendieran que los pies de barro de la globalización son la saturación de los mercados y el empobrecimiento de los consumidores. Ambas consecuencias juntas son más destructivas que la llamada bomba de neutrones.