El señor Rajoy, casi todo el mundo lo da como seguro presidente del Gobierno en cuanto se celebren las próximas elecciones generales. Ha adelgazado notablemente, parece que le escogen mejor las chaquetas, y la gente lo mira con ese aire de pasmada admiración que se reserva para los elegidos por la fortuna.

Incluso los reporteros de las televisiones más críticas con su partido procuran evitar los ángulos insidiosos y ya no nos ofrecen su incipiente coronilla en los telediarios. Enseñar la coronilla de los líderes sociales desde una toma por arriba suele ser un guiño de advertencia a los espectadores. «¡ Fijaos lo que hay detrás!», parecen insinuarnos. De hecho, los líderes sociales avezados, o sus asesores, suelen prohibir esa clase de tomas en los debates en estudio. La inmensa mayoría de los tertulianos habituales en los platós de televisión saben del efecto demoledor de una coronilla en un debate. Arruina cualquier buen argumento. Don Pedro J. Ramírez, que tiene una de las coronillas más extensas del país, es tan cuidadoso en ese aspecto que en la televisión suya sólo admite tomas de frente y para evitar problemas habla a los espectadores desde un sitial más alto que el del resto de los tertulianos, como si fuese el Papa.

Pero, volviendo al señor Rajoy, es evidente que está preocupado ante la casi certeza de que tendrá que asumir muy pronto la más alta responsabilidad. En la apertura del curso político, que celebró junto a la antigua fortaleza de Soutomaior, en Pontevedra, se desdijo de su discurso anterior sobre la solución a la crisis económica. Ya no será inmediata, y casi milagrosa, como nos habían prometido él y su partido en cuanto llegue a La Moncloa. Muy al contrario. La cosa va para largo y habrá que hacer no pocos sacrificios porque la turbulencia financiera es de carácter planetario y ya no cuela el argumento de echarle toda la culpa a Zapatero y al socialismo manirroto. «No hay varitas mágicas», les dijo el líder a sus seguidores.

La preocupación de Rajoy, después de avenirse a pactar por sorpresa la reforma de la Constitución para calmar a los especuladores internacionales (pobre papel le reservamos a una ley cuyo objetivo primero sería salvaguardar la soberanía nacional), es perceptible más allá de la literalidad de sus últimos discursos. Se le ve en la cara. Un amigo mío, que es un gran observador social dotado con un agudo sentido del humor, me dice que el presidente del PP está horrorizado ante la perspectiva de sangrar a la amplísima clase media española, es decir, a una buena parte del público que lo aupará al poder con la esperanza de que arregle las cosas y fluya nuevamente el crédito hacia los millones de ciudadanos endeudados.

«Rajoy —me dice— es un político conservador moderado al que le gusta vivir bien y que las cosas se solucionen de manera razonable. Una buena parte del estilo de sus compañeros de partido le disgusta, pero no tiene más remedio que aguantarlos porque forman parte de la fuerza que le permitirá asaltar el poder. De muchos de ellos ya sabe que puede esperar una puñalada a poco que se tuerzan las cosas. Y más aún después de que hayan querido prescindir de él la misma noche de la última derrota electoral. No sé si será el hombre adecuado para una situación de emergencia, pero a veces la vida nos sorprende. Estos burgueses tranquilos que fuman grandes puros y gustan de largas sobremesas son una incógnita».