Fue una réplica mordaz, pero a la vez se alzó como una manifiesto de soledad e impotencia. Tonico Ballester, el escultor republicano, salió de la cárcel en 1940 e invadió España de vírgenes barrocas. La demanda era colosal, no hará falta decir por qué, y muchas sobreviven en la actualidad por la extensa geografía de las parroquias españolas. Eran obras de encargo, alimenticias, cuando España vivía a las órdenes del crucifijo y de Franco. Los feligreses aún veneran hoy esas vírgenes, algunas muy reputadas, moldeadas con sus manos, sin conocer lo que se oculta tras sus rostros, el mayor secreto de Ballester: la inscripción de la hoz y el martillo. La última pieza que adjuntaba el artista a la figura vaciada era la del rostro, y en el reverso el escultor adosaba su manifiesto simbólico. A partir de entonces, las plegarias ante la virgen iban destinadas también a la invocación de la hoz y el martillo. En 1946 Tonico Ballester se exilió en México, donde llenó las iglesias de retablos: la fatalidad religiosa le perseguía hasta que se instaló en Los Ángeles para manufacturar figuras de cera del firmamento estelar de Hollywood. El cine resplandecía en toda su magnificencia.

Su hijo, Jordi Ballester –sobrino a su vez de Josep Renau– le acompañó en parte de su aventura, que no es sino la aventura del siglo XX español. En Los Ángeles, Tonico le contó a su hijo el arcano prohibido, que le hubiera llevado ante el pelotón de fusilamiento. El del verdadero rostro de las vírgenes, que encierra un programa de vida: el rechazo a la claudicación mediante una burla. Los recuerdos de Jordi Ballester son eternos: aquella vez en que recogieron en el Chevrolet de su padre en México a un León Felipe espectral, aquella en que surgió un tal Gabo –el escritor García Márquez– por la editorial de Gustavo Alatriste, productor de Buñuel –casado con Silvia Pinal, uno de los iconos del aragonés–, una de cuyas revistas –S.nob Biebdomadario– confeccionaba Jordi a la luz de la inmensa figura del mejicano.

Acabados los exilios exteriores, quedaba el exilio artístico. Jordi Ballester, treinta y cinco años después, como amordazando una ironía histórica, vuele a exponer en solitario en Valencia en el Centre Cultural de la Universitat, a finales de mes. El excomponente del Equipo Realidad ha titulado la exposición «Ucronies, autòpsies, vendette» y la ha abonado con esta sugerencia: «Memoria i prospectiva». En los albores del siglo XXI, se cierra un círculo. A los setenta años, Ballester parece un Quevedo refulgente, iconoclasta y crítico, perseguido por el recuerdo. ¿Qué otra cosa queda? Quizás el material exhibido, que zanja cualquier discusión –o mejor, la espolea– y tiende un puente sobre muchos decenios. Tonico Ballester nació en 1910. Un siglo y un año después, Jordi revuelve de nuevo las entrañas. Entre esos dos puntos, el tránsito por el paisaje humano y artístico invoca lecturas sorprendentes: eso es el arte. El paréntesis de tres décadas y un lustro –desde su última exposición en solitario–, no es estéril si pende de un sueño. (Y qué sueño. A su lado, el politiquerío cotidiano del «y tú más» nos devuelve al rostro de la miseria).