Los manifiestos llamamientos de Mariano Rajoy a la contención y prudencia —cualquier precaución es poca para revalidar en votos las buenas expectativas que le regalan las encuestas— no han encontrado hasta ahora eco en el PPCV, cuyos dirigentes llevan dos años amargándole los desayunos al líder. Los detalles que han ido desvelándose (y lo que es peor para la imagen del partido: también investigándose en despachos judiciales) sobre las tramas corruptas asociadas a los casos Gürtel y Brugal han provocado múltiples incendios en la sede central del PP, desde donde M.ª Dolores de Cospedal y Trillo han trabajado a destajo para controlar las llamas. Los enroques de Ricardo Costa, primero, y de Francisco Camps después, tampoco han ayudado a serenar los ánimos, pero ni siquiera el ascenso de Alberto Fabra al Olimpo de la Generalitat ha permitido pasar página. Tras una transición vendida pomposamente como modélica han surgido los lógicos movimientos de recomposición interna que han avivado de nuevo el fuego hasta llenar otra vez de humo los despachos madrileños de la calle Génova. La última en desafiar la calma chicha pretendida por Rajoy ha sido nada menos que Rita Barberá, quien tiene el mismo derecho que todos los demás a reivindicarse, aunque son tantos los frentes abiertos, sobre todo económicos, que comienza a producir hartazgo que dediquen tanto tiempo a sus cuitas en lugar de encontrar soluciones fiables desde las instituciones a lo que nos preocupa a todos: el paro, los impagos, el déficit y la deuda.