Las potencias europeas y EE UU aplican a la perfección la regla de oro del comercio mundial: adquirir a bajo coste las materias primas y vender lo más caro posible las manufacturas y la tecnología; ahí está la clave para ganar fortunas… sobre todo si el precio de unos y otros productos los marcan los países ricos. Tal es la capacidad productiva de Occidente que sus gobiernos se ven obligados a reducir la producción para que no caigan los precios y se garanticen los beneficios de grandes empresas y bancos. Otra cosa es el futuro de trabajadores y campesinos, que no pueden competir con las importaciones de países empobrecidos y con su mano de obra barata.

Acostumbrada como está Europa a exportar su exceso de producción, no ha dudado nunca en abrir nuevos mercados; tanto para las mercaderías, como para sus ideas religiosas y políticas. Misioneros, comerciantes y militares (porque no siempre nuestro modelo era adoptado voluntariamente) han llevado durante siglos sus peculiares ideas de progreso y libertad al resto del planeta. Ahora ya no son las coronas y las compañías comerciales del viejo continente las que se turnan en el dominio de mares, tierras y pueblos. En nuestros días son los organismos internacionales (FMI, ONU, OTAN, OMC, etcétera) los que se encargan de que el sistema dominante lo sea mucho más y su influencia llegue a todos los rincones de la Tierra.

Europa y Norteamérica creen haber alcanzado tal perfección en sus formas de gobierno que se sienten con el deber de exportar su modelo de democracia a los países que no se adaptan a las normas de funcionamiento que en cada ocasión —y en función de los intereses de Wall Street— Occidente decide que son las correctas. Por esas cambiantes razones de Estado, el ciudadano de a pie nunca entenderá por qué nuestros soldados han de llevar la democracia a Libia o Irak y no deben hacer lo mismo respecto a Marruecos o Arabia Saudí, cuyos tiranos (amigos) son perfectamente homologables a los otros dictadores (repentinamente enemigos). Tampoco está al alcance de cualquiera entender que gobiernos amigos a los que desde las verdaderas democracias hemos armado (casos de Husein, Gadafi o los talibanes) pasen a ser amenazas para la Humanidad, que hay que aniquilar, aunque luego resulte que el remedio es peor que la enfermedad y los nuevos gobiernos imponen fórmulas tan poco democráticas como los depuestos.

La soberbia que da el poder es tal que permite a la banca europea exigir respeto a la democracia incluso a sus inventores. Bastó que Papandreu anunciara un referéndum para que el peso y las amenazas del euro cayeran sobre el Gobierno griego. Curioso que una decisión, la de consultar al pueblo, que se debería realizar ante cualquier asunto importante, sea atacada por gobiernos como el del PSOE, que aplican recortes y hasta reforman la Constitución sin preguntar a nadie… que no sea un banquero o un dirigente de la CEOE.