Qué bonito. Chelo y Bárbara. Una noche de amor. ¿Loco? ¿Para olvidar? ¿Inolvidable? La historia de su pasión fue una cosa de juventud. Una, sabiendo lo que quería. La otra, también, pero dejándose llevar. A ninguna se les hubiera ocurrido que por aquella noche de rebato entre las sábanas se llevarían un pastón. Las dos prometieron que, pasara lo que pasara, las dos se llevarían a la tumba su secreto, sobre todo teniendo en cuenta que una de ellas estaba desposada como Dios manda, con hombre —hay que ir amoldando el lenguaje al nuevo tiempo, que a Mariano Rajoy le gusta la economía como Dios manda, la política como Dios manda, el paro como Dios manda, y el matrimonio según vengan las cosas, es decir, como Dios manda—. La escena de la declaración, la noticia del año, se celebró entre palmas, gritos, y lágrimas en Sálvame de pus.

Las dos mujeres se abrazaron. Pero esta vez sin la pasión juvenil. La historia arranca con el necesario trabajo de supervivencia del programa para remover el pasado de sus colaboradores. Es difícil dar con vetas jugosas en la mil veces usada Belén Esteban, el rollo de Lidya Lozano y la hija de Albano y la otra no da más de sí, la ceguera de Kiko Matamoros es un drama, pero está amortizada, Jorge Javier Vázquez, el líder de la manada, seguro que es un pozo sin fondo, pero la productora, por ahora, lo protege y es intocable. Así que no hay más remedio. La última en llegar, Chelo García Cortés, es una perla en bruto. Ya me relamo, entre la repugnancia y el descojone, cuando la investigación responsable llegue al matrimonio entre Chelo y José Manuel Parada. ¿Se imaginan cuando hablen de sus noches de amor oscuro, que decía Garcia Lorca?