La bióloga Lynn Margulis ha muerto a la edad en que otras celebridades —aunque sean de talla inferior a la suya— empiezan a redactar sus memorias. Como fue potra libre, investigadora precoz, viajera por el patio trasero de los EE UU, las suyas hubieran sido muy jugosas por poco que hubiera vencido al pudor. Nos quedamos sin otra pieza de cotilleo de alto nivel y se cumple, pues, uno de sus deseos más acariciados: describir el «telón de fondo y el escenario ecológico más que los ostentosos protagonistas del drama». Tuve el honor de presentar en Valencia su obra Revolución en la evolución y acabamos la noche en una cena en la que hablamos de todo, también de poesía, junto a otro biólogo igualmente ilustre y letrado: Antonio Lazcano.

Margulis era singular en cada cosa que hizo. Como científica y persona pudo con todos: sobrevivió a su condición femenina, que en los primeros sesenta no era la mejor credencial universitaria, siguió por su camino tras un divorcio del guapo y televisivo —y sin embargo listo— Carl Sagan y se atrevió a incluir importantes matices y precisiones a la teoría evolutiva de Darwin —a la revelación de «papá Carlos», que es como le llamaba a veces— y a apabullar a los darwinianos que vigilan los dogmas de «la supervivencia del más apto» y de la struggle for life como haría con la virginidad de María un cónclave de cardenales. A ella le gustaba decir —con un punto de provocación— que las personas —o las vacas— somos «un complejo edificio de bacterias».

La simbiogénesis establecía, en vez de un plan de guerra para la supervivencia, provecho para todas las partes en juego, casi el apoyo mutuo de Kropotkin (era tan fascinante como el príncipe ruso). ¿Pero qué tonterías digo? Parezco Samaniego: eso es lenguaje y motivaciones humanas. En la evolución —Margulis dixit—, la competencia y la lucha despiadada no fueron más importantes que el regodeo con el que criaturas mínimas se intercambiaban los petates y dotaciones y se entregaban a la más honda fusión: de ellas venimos y ellas somos.