Tan sólo nos es dado ver la superficie del mundo, el exterior de las cosas y de los seres vivos; su envoltorio, su piel, sus sonidos y sus palabras: el gran manto ondulado del mar, el aspecto externo de los edificios. Nuestra mirada, por aguda que pueda ser, no tiene más remedio que enfrentarse siempre con la superficialidad que ofrece todo aquello hacia lo cual dirige su atención. No creo andar demasiado desencaminado al aventurar que tal vez ésta es la causa principal por la que el género humano todavía conserva una innata tendencia a juzgar las cosas por su aspecto exterior; sin importarle mucho que este modo de proceder descanse sobre prejuicios, nunca sobre un conocimiento directo. El conocimiento siempre ha sido una labor ardua; sin embargo, no fue otro sino este empeño el que logró desarrollar las ciencias y toda sabiduría humana.

Y ya que hablamos de historia y experiencias erróneas, aprovecho para abordar la superficialidad, que conduce a la indiferencia y, las más veces, a menospreciar lo que no vemos ni conocemos. Tal vez porque ese defecto nos acompaña durante demasiado tiempo, nos hemos acostumbrado a disculparlo con aquello de que los árboles nunca dejan ver el bosque. A causa de esa costumbre tan frívola hemos llegado a pasar por alto soluciones que estaban al alcance de la mano y que, ahora más que nunca, su puesta en marcha supone una mejora radical en las condiciones de vida en este planeta y en todos sus habitantes. Durante demasiado tiempo nos hemos dejado llevar por un sistema que sólo se ha preocupado por explo­tar y marginar a la gran mayoría en beneficio de una clase privilegiada de la que dependíamos hasta el punto de mirarnos en ella como en un espejo. Esto, mal que bien, funcionó mientras los peor parados eran otros, que además vivían lejos. La prueba decisiva de esa sombría maniobra se ve ahora, cuando ese sistema colonizador y esclavista no ha tenido más remedio que estrechar el círculo. No vale hacerse el inocente cuando hemos sido capaces de sostener esa realidad entre todos. Ahora toca olvidarla y construir otra nueva.

No es de extrañar que todo el mundo una sus fuerzas para tratar de remontar el mundo en ruinas que dejábamos atrás en nuestra veloz carrera hacia un paraíso exclusivo. No tiene mucho sentido la felicidad ni la prosperidad si se sostienen sobre el padecimiento de la gente, y no importa si es uno o un millón. El mayor empeño de una persona debe ser, en la medida que sea capaz, contribuir al bien de su especie; pues no hay nada que le sea más propio. Para compartir el mundo hemos de dejarnos de prejuicios y dogmas. Más allá de cifras y tópicos hay seres humanos. La vida de cada cual es un tesoro que no hay que menospreciar ni dejar que menosprecien.