Decía Thomas Mann, envuelto en el aire compungido de la época: «Schönberg desea que yo aclare que el atonalismo es un invento suyo y no del demonio». Mann ni siquiera se esforzó en esclarecer la autoría. Era inútil. Un diario con sede en Madrid aloja una colosal efigie de Olivas (que no es Brad Pitt) bajo el siguiente titular: «Presidente de la ruina». Los círculos financieros valencianos –como un solo hombre– no distinguen la mano de Schönberg, el autor de la creación, sino la del demonio, supurando sangre luciferina, en esa tinta. Digámoslo ya: ven la sombra de Rodrigo Rato. El presidente de Bankia mantiene al empresariado de aquí bajo una fuerza hipnótica, pendiente de arterías y giros perversos. Tras segarle la yugular al Banco de Valencia y pulverizar a Bancaja, es normal que su estampa se contemple como la de un Dios flamígero y vengativo. A partir de esa sagrada omnipotencia, Olivas –supuestas trapacerías y desastres al margen– encarna, amparado en el contraste, un objeto de culto piadoso: cualquier virgen románica le iría al pelo. Rato usa sus armas, poderosas. La opinión pública es una de ellas. El PP, otra. Olivas se refugia en el paraíso de los derrotados.

En realidad, las fuerzas son de trance sainetesco. Rato domina Madrid, que proyecta su fuerza hercúlea. Olivas es un menestral que apenas conserva posesiones en Valencia. Los cañonazos de Rato se dejarán sentir durante mucho tiempo en esta periferia y, como consecuencia, una legión de damnificados comparecerá a la puerta de sus guaridas: que se preparen los empresarios, porque la caza terminará en jauría. ¿Y qué gana Rato?

Su estrategia es desilusionante, dado que ya se conocía en el Mesozoico. La venda antes de la herida. Obrar un estado de opinión para cubrirse las espaldas por si Bankia fracasa tras coronarse con el mando absoluto. Si fracasa Bankia, fracasa Rato. ¿Y a quién le gusta fracasar? Mejor lanzar antes lodo sobre la «parte valenciana» y su catastrófica gestión, cuyas impurezas han hecho inviable su banco. No es que Caja Madrid estuviera mejor que Bancaja. No se libra esa batalla, sino la de la opinión pública, cuyo valor es inmensamente mayor. Si Rato no puede con el «bicho», o bien se precipitan las concentraciones bancarias, Bankia puede acabar, ya se ha dicho, en La Caixa o el BBV. Y Rato, en algún exilio dorado financiero nacional o internacional. O en el gobierno de Rajoy. Si Rajoy lo incluye en su cuaderno azul, la tensión se domesticaría y las iniquidades regresarían a su lugar de origen: a los círculos íntimos. Por el momento, gana Madrid (Caja Madrid) y pierde Valencia (Banco de Valencia y Bancaja), y por goleada. ¿O alguien ha visto algún titular sobre Caja Madrid? ¿Y sobre el desplazamiento geográfico de la operación tutelada de los Rivero? Dicho esto, no hay por qué preocuparse. Los indígenas conocemos la resignación. No sólo el ladrillo y la ineficacia de financieros y políticos nos han dejado sin un solo chiringuito financiero, sino que encima –tras la colosal pérdida– hemos de soportar los hachazos foráneos. Y disimular.

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