Aprovechemos la ocasión, que aún siguen ahí en contra de toda lógica televisiva, sobre todo si la lógica es la que rige los pasos de Paolo Vasile. Otra cosa es la bendita lógica de La 2, que se mantiene con audiencias escasas. La 2 hace audiencias del 2 %, del 3 %, pero esa minúscula feligresía merece exquisiteces como La mitad invisible, donde se puede ver al rarísimo bicho televisivo Juan Carlos Ortega paseando a la orilla del mar valenciano tratando de entender la luz de Sorolla, o saltar a Mallorca para ver a Miquel Barceló y hablar de repertorios iconográficos en la catedral, o convertirse en novísimo peregrino laico camino de Compostela.

Esa audaz audiencia de la 2 merece oasis como Mi reino por un caballo en donde se habla de la mágica versión de La tempestad con su director, Declan Donnellan, y de William Shakespeare como un colega. La 2 hace audiencias a la altura de la proverbial burricie de nuestra sociedad. Pero los tinglados de Mediaset en manos de Vasile no son La 2, así que si El comecocos hace audiencias en Cuatro como La 2, el invento no funciona. Pero nos sirve, antes de que lo cierren, como metáfora de este tiempo de charlatanes que se venden como oradores. Es el esquema, ni siquiera perverso porque ni siquiera es meditado, de ese gallinero con público que se presta al manejo, de este programa que premia la mentira, la impostura, el chaqueteo, y la defensa de una cosa y la contraria. Tampoco es importante, aunque sí indicativo, que en el jurado, como hemos ido viendo en esta columna, esté la gran charlatana Mercedes Milá, señora de contradicciones muy esclarecedoras, pero no porque su actividad reflexiva la lleve aquí y luego allí sino por motivos más espurios y ruines.

Reivindica calidad, pero presenta con jaranera insolencia espumas de detritus como el nauseabundo Gran Hermano, y este año acomete la edición número 13 que, válgame el cielo en personaje tan libre e indomable, se caga cargada de supersticiones, y en vez de 13, el próximo encierro quedará en Gran Hermano 12+1, temerosa como un cervatillo ante el maléfico poder del número 13. Reivindica libertad en La noria, pero se mosquea con quien la usa, a voces de faltona, porque piense que ese programa es otra cumbre de la telebasura, y envalentonada como los neófitos, llama guarros y otras cochinadas a los que aún se ponen un cigarro en la boca.

El comecocos premia la impostura, la defensa verbal ante el público, el pueblo soberano, aunque no creas en ello, y justo por eso, van y te premian. Es televisión, se sabe, pero la televisión no está reñida con la decencia. Lo que se percibe en casa es que no hemos salido de aquellos Moros y cristianos de la prehistoria, cuando personajes como el cura Apeles, aquel religioso estrambótico que lograba sacar de sus casillas a los otros provocadores, se enfrentaba a Juan Adriansens, otro mañoso en el arte de darle al pico. Nadie podía imaginarse que antes de salir a la arena, en la sala de maquillaje, tal vez en las reuniones preparatorias, se repartían los papeles, hoy defiendes esto, y tú lo rebates. Ninguno de ellos sigue en activo, dando la tabarra con sus monsergas. Aunque hace poco, y donde merece, en un bodrio a la altura de su fatuidad, Apeles lloró pidiendo un sitio en los desolladeros de la cadena. Pero este tipo está quemado. Hoy hacen lo mismo, y también ante Jordi González, damas del periodismo de bengala como María Antonia Iglesias o Isabel Durán, dos patas del mismo gato maullador.

Gatos en extinción

Lo sabía. En cuanto hablo de gatos se me sube a la chepa el que más peligro tiene. De extinción. Pobre. Ya saben que cuando se habla de charlatanes y comecocos se ponen en fila los gatos de Intereconomía. Contra Zapatero, la cadena tenía sentido. Todo el rato a favor de Rajoy, la cadena es un muermo. Y una ruina. Ya han echado a 16 trabajadores. ¿Dónde vomitar ahora la bilis, la rabia, el rencor, la manipulación? Antes, la marrullería de sus encuestas, a dos euros el latigazo del mensaje, tenía sentido porque a sus fieles les ponían la cosa fácil. Todo contra el Gobierno. Pero la tele que apuesta por un moros y cristianos sin fin no encaja con la adulación, con el todo va bien, con el esto se arregla en cuanto Mariano hinque el culo en Moncloa. Es lo que tiene pedir a diario la llegada del mesías. Que puede llegar. Y entonces los fieros felinos del felino principal, Antonio Jiménez, devienen en dulces peluches. Si a su audiencia en vez de veneno y sangre les dan miel y algodón, la esperpéntica derecha extrema despatarrada en el sofá no se halla. Las noches, con los gatitos lamiendo a diario la mano de Cospedal son un truño.

Casi al mismo tiempo, Ronaldinho se la menea en Brasil. Tan a gusto. Sin decir ni pío, con esa facilidad de palabra que tienen los futbolistas, al menos los patrios. Bueno, sí, bueno, no, la verdad es que sí, la verdad es que no. Ese es su repertorio. Y les va como dios (manda). La escena no ha salido en televisión, que yo sepa, pero da vueltas por Internet. Dura 19 segundos. Y en efecto, se ve al futbolista dándole a la zambomba, a la suya, ante la cámara de su ordenador. Hay que ser cortito, por muy larga que la tenga. Ha dicho que no es él, que es un montaje, ha negado la evidencia, como todos los que son pillados con la porra en la mano.

Al que sí sacan mucho a en la tele es a José Blanco. Ya saben, el de Fomento. Indicios de cohecho y tráfico de influencias ve la fiscalía en su relación con un empresario gallego. Vaya. Ronaldinho no habla, pero actúa. Blanco no para. De hablar. Y de reír. Bueno, o como halla que llamar a esa cosa que se le dibuja en la cara. Pero este hombre tiene una rara habilidad. Casi nunca me fijo en lo que dice porque estoy pendiente de su tic. ¿Saben de qué hablo? José Blanco habla dando saltitos, mínimos, como si tuviera un muelle en los talones. Y me pone de los nervios. Es otro hábil comecocos. Pero ese pivoteo es estrategia de charlatanes.

Cocinero sacrílego

Perdonen que les hable del cocinero de Canal Sur, Enrique Sánchez. Es un sacrílego. Tiene todo lo necesario para tener programa propio entre fogones. Verborrea, maneras, imaginación, variedad… Pero ¿a todo hay que echarle nata, bechamel, mantequilla? ¿Es que un excelente aceite de oliva virgen extra hay que matarlo con esos sabores? Él lo hace, y a mi madre la saca de quicio. Y lo ve todos los días. Enrique, ¿me entiendes?