Los tiempos de aflicción siempre despiertan viejas fantasías. Viendo en la esquina de casa a dos viejos perros rascándose con ímpetu las pulgas, aullando de hambre y hociqueando en las basuras que arrojan los clientes del mercadillo del barrio, me viene otra vez a la mente el sueño, tal vez pesadilla, de la Federación Ibérica, que rondó mi cabeza en los años 60 y 70 en los claustros de la universidad de Salamanca, una emblemática institución poblada de grandes cabezas pensantes como Artola, Ruipérez, Mitxelena o Lázaro Carreter, que, en plena explosión humanística, ignoraban a Portugal hasta el punto de mostrarse inapetentes a la hora de introducir un simple curso de lengua portuguesa, aunque los había de idiomas remotos o vetustos como el rumano, el anglosajón, el griego clásico y el indoeuropeo.

Mientras escribía mi tesis doctoral sobre un escritor afroamericano, obligándome a ahondar en el escabroso mundo de la esclavitud en tierras de España y Portugal, me tropecé con un párrafo del protoiberista decimonónico catalán Sinibaldo de Mas, citando a terceros: «Los negros tratan de desfigurar a sus hijos y hacerlos feos para que nadie los compre». Del mismo modo, algunos preferían ver a los portugueses «pobres y abatidos para que nadie apeteciese conquistarlos». (La Iberia. Sobre la conveniencia de la unión pacífica y legal de Portugal y España. Lisboa, 1851).

Desde entonces he tenido ocasión de leer a los clásicos postulantes de una federación de ambos países, configurada en el ámbito cultural, lingüístico, económico y político como un ente singular, práctico, fraternal, ambicioso y potente, que acabase de una vez con los espectros luso-hispanos. Algunos de aquellos próceres, como Unamuno, Valle-Inclán, Gómez de la Serna, Clarín, Giner de los Ríos, Pi i Margall, Juan Valera, Pessoa, Saramago y César Antonio Molina, me empujan a meter la mano en este asunto de la Federación Ibérica. Dos perros pulgosos y hambrientos como España y Portugal pueden llegar a asociarse para atrapar mejores presas. Hemos de prestar atención a los recientes, aunque reiterados, sondeos que muestran un creciente interés –mayor en Portugal, pero no pequeño en España- por unir esfuerzos para ocupar los primeros puestos de Europa, tanto por población como por capacidad económica y fortaleza política.

No veo claro, a diferencia de Unamuno, que la materialización del proyecto ibérico haya de tener como referente la supuesta comunidad de raza, idioma e historia. Los perros famélicos no entienden de pamplinas, falacias, símbolos y emblemas, sino de funciones y resoluciones inmediatas. Más que segregar identidades magnificando las virtudes o los defectos («De Espanha nem bom vento, nem bom casamento» dice el refranero vecino; «Un español malo hace bueno a un portugués», replica el contrario) habría que reforzar la idea de alcanzar el objetivo común, que es llenar el estómago.