La forma en la que muchos políticos estadounidenses hablan de China es ciertamente equivocada.

A excepción de Jon Huntsman, el embajador estadounidense en Pekín, todos los candidatos republicanos parecen querer ser «duros con China». Mitt Romney ha decidido al parecer ser el más duro, por lo menos a tenor de las cuestiones económicas que con mayor frecuencia se citan como razón para mostrar dureza. «No nos podemos cruzar de brazos simplemente y dejar que China se nos adelante», dijo durante uno de los debates. «La gente dice, bueno, va usted a abrir una guerra comercial. Eso está pasando ya, amigos».

¿En serio? La presencia en la capital china de tiendas de Apple, Starbucks, Calvin Klein y de todas las marcas de lujo americanas. En el centro de visitantes de la sección Mutianyu de la Gran Muralla, el primer restaurante que se ve es un local Subway. Las marcas automovilísticas de gama alta en China incluyen no sólo Porsche, Audi o Mercedes, sino también Buick. Nada de esto soluciona la injusta política de manipulación del cambio de la divisa por parte de China ni su flexibilidad a la hora de proteger el derecho a la libertad individual. Pero cuando se camina por las calles de Pekín, se ve una sociedad de consumo ya enorme en rápido crecimiento que en muchos sentidos se parece a la nuestra. Soy consciente de que esto es una simplificación excesiva.

Sé que los municipios que experimentan un rápido crecimiento como Pekín, Shanghai y los demás próximos a la costa no reflejan la tesitura de los núcleos urbanos del interior menos desarrollados. Pero también soy consciente de que las economías norteamericana y china van a ser las más grandes del mundo durante gran parte de este siglo, y que también son tan codependientes que hablar de que un país se impone a todos los demás es estúpido.

Lo último que querrían las autoridades chinas es causar algún impacto significativo en nuestra economía, porque cuanto antes volvamos al crecimiento rápido, más segura puede estar China de que todo el dinero que nos ha prestado va a ser amortizado.

Casi no hace falta decir que Estados Unidos importó el año pasado unos 365.000 millones de dólares de productos chinos. China también tiene un interés urgente en asegurarse de que Estados Unidos conserva la capacidad de satisfacer el mayor flujo comprador con diferencia de productos que fabrican las fábricas chinas. De forma que esto es en realidad una disputa en torno a cuestiones que no deberían de abordarse con amenazas de tipo duro y conductas chulescas.

La solución implica negociaciones y matemática simple, y ambas partes tienen un importante incentivo en alcanzar un acuerdo. Pero esto pasa por alto la imagen general. Sí, China está administrada —de una forma autoritaria, represora, impactantemente brutal por momentos— por un régimen que se declara comunista. Pero el comunismo se inmoló hace dos décadas. Recorra cualquier calle comercial de Pekín y verá fachadas, anuncios y tenderos que venden de todo. El comunismo ha dejado de ser un sistema en China. Es solamente una marca de la que las autoridades no se han figurado cómo zafarse.

Soy consciente, por supuesto, de las bochornosas violaciones de los derechos humanos que el Gobierno chino comete a diario —y de la insistencia egoísta y corrupta del Gobierno en mantener el monopolio del poder—. Estas atrocidades no se pueden olvidar nunca. Pero apuesto a que la emergente clase media va encontrar la forma de liberarse de las cadenas.

La respuesta correcta sería animarla a hacerlo.