Valencia vuelve a quedarse sin ministros en el nuevo Gobierno. El presidente de España gusta de Valencia para los baños de multitudes, pero prescinde de nosotros en su ámbito ejecutivo. Andalucía, Cataluña, Euskadi, Galicia y hasta Galicia acuden a la fiesta, pero Valencia queda otra vez marginada, pese a las patéticas arengas del «fin de la marginación». Ya le pronostiqué a González Pons desde estas páginas que no sería ministro, porque eso rompería una tradición histórica que sólo permite a los valencianos llegar a las más altas esferas del poder cuando ya todo marcha mal y los gobiernos han perdido su aura mágica de novedad. La normal general es que Valencia €y Alicante, y Castellón€ sólo sirvan para las tracas, y no para las matracas.

Rita Barberá ya debía saber algo de esto cuando nos anunció que tendríamos muchas posibilidades en el «segundo escalón». Los valencianos parecemos condenados a ser segundones, y sorprende nuestra capacidad para aceptarlo. Que todos los personajes que estaban la noche del triunfo en el balcón de Génova sea ministros y el único valenciano vaya a ser un subordinado de los anteriores es un descrédito para quien lo acepte. Por otro lado, imaginar unos lazos de García Margallo con Valencia por el hecho de tener un chalé en Alicante es otra ensoñación romántica de esas con las que nos contentamos los «muelles levantinos».

La explicación de todo esto nos la ha proporcionado el diputado Toni Cantó €que por supuesto no tuvo voz en el debate de investidura en aras de su carpetovetónica lideresa€ cuando, tras ser elegido, lo primero que manifestó es que de ninguna manera actuaría como un «valencianista» porque por encima de todo estaban «los intereses de la nación». Esta es la mejor muestra de honestidad que se ha dado en toda la historia de la transición en Valencia. Nuestros políticos repugnan del patriotismo local salvo en las majestuosas peroratas. El valencianismo no existe, y priva en nuestro panorama el singular avalencianismo que el poeta Thous consagró en la primera frase del himno oficial.

El avalencianismo es la doctrina política según la cual todo lo externo a Valencia es mejor, salvo en caso de forjar alguna buena frase electo-sentimental. No es antivalencianismo en tanto que cuida meticulosamente de no posicionarse en contra frontal de los dogmas y las buenas maneras, aunque en la práctica, el resultado sea el mismo.

Este avalencianismo, o desconcienciamiento total del hecho diferencial valenciano, es la sensibilidad política de toda nuestra sociedad, manifestada masivamente en las urnas, salvo unas excepciones puntuales que no tienen importancia. En el avalencianismo contrastan las formas €ser más valencianos que nadie€ con las formas €despreocuparse de lo valenciano con más desidia que nadie. Los avalencianistas son los rectores de esta autonomía sin destino, y han existido tanto en las filas socialistas como en las populares, ahora expresadas en un partido específico como en el del actor. Por cierto, nada mejor para encarnar a un avalencianista que un valenciano despreocupado. En virtud de lo universal, algo totalmente difuso, se puede olvidar lo local, que es lo cercano y tangible.

El avalencianismo es la versión política del tradicional meninfotisme. Siempre ha existido y nos ha perjudicado, pero ahora muestra su faz con total perversidad y orgullo. Todo por Valencia, pero sin Valencia. De no ser por Baldoví €que por cierto no hace mención valencianófila en la denominación de su partido€ Valencia no hubiera sido recordada para nada en el debate de investidura. Todavía hay quien no entiende que me dedique a escribir sobre historias de la frivolidad. Con este panorama querer ser trascendentes nos abocaría al suicidio. Los que hemos soñado durante tanto tiempo con que Valencia luzca en un lugar bajo el sol tenemos cada día más claro que aquello fueron trabajos de amor perdido. Sobre lo que pudo ser el valencianismo, campa con brillos y oropeles el más intransigente avalencianismo. Y parece que le quedan muchos años de feliz y complacida existencia.