No es mala cosa cuestionar de vez en cuando el sentido y la utilidad de las instituciones y el servicio que prestan a la comunidad. Si ello se hace seria y noblemente, y no de manera frívola o por espurios intereses, el periódico escrutinio de quienes nos gobiernan o representan evidencia madurez democrática, alta cultura política. Pongamos varios ejemplos. ¿Es útil al país el sistema autonómico o constituye tan sólo una fuente de despilfarro y de clientelismo partidista? ¿No pervierte irremediablemente el parlamentarismo el que la moción de censura tenga que incluir necesariamente un candidato alternativo a la presidencia del Gobierno, blindando así a Ejecutivos minoritarios? ¿Debemos seguir financiando con fondos públicos a partidos y sindicatos, reforzando de tal guisa su oligarquización interna? ¿Resulta de verdad indispensable para garantizar la independencia de la judicatura ese troncomóvil político-gremial llamado pomposamente Consejo General del Poder Judicial? Es justo, equitativo y saludable mantener la actual organización electoral y sus acusados efectos de infra y sobrerrepresentación? ¿Vale la pena conservar un Senado carente de sexo político y ayuno de funciones de relieve?

Todas estas preguntas, y muchas más que en el orden institucional podríamos hacernos pertinentemente, vienen a cuento del aluvión de interrogantes que en los últimos tiempos suscita el porvenir de la Monarquía española con ocasión del asunto Urdangarín. Si dejamos a un lado a los sectores más extremos del espectro político (ultraderecha, ultraizquierda e independentistas) y a la prensa amarilla, únicamente interesada en escándalos noticiosos que potencien las ventas, la inmensa mayoría de los ciudadanos está teniendo la oportunidad de analizar y valorar responsablemente, al socaire de los eventuales problemas judiciales del yerno del Rey, la razón de ser y de existir de la institución de la Corona. Este artículo pretende contribuir al debate que en todos los círculos de nuestra sociedad viene produciéndose desde hace unas cuantas semanas.

1. Vaya por delante que la posible comisión, por un miembro de la Familia Real como el duque de Palma, de los delitos de malversación de caudales públicos, falsedad documental, fraude a la Administración y prevaricación resulta, indudablemente, algo gravísimo. Gravedad que aumentaría exponencialmente si la Infanta Cristina fuera cómplice de tales presuntas infracciones o de alguna de ellas, lo que, al presente, no consta en las investigaciones filtradas a los medios de comunicación.

Cabe especular sobre el exacto grado de conocimiento que la Casa Real pudo tener de las actividades irregulares de Iñaki Urdangarín (a la vista, sobre todo, de sus signos externos de riqueza) y sobre la contundencia con que hubieran debido afrontarse, incluso legalmente. Sabemos que el duque fue conminado por el Rey a abandonar esas actividades y a trasladar la residencia familiar a Washington. La Casa Real declaró recientemente que la conducta de Urdangarín no fue «ejemplar», pero la declaración llegó cuando ya el escándalo había adquirido proporciones mayúsculas. Existe, pues, la impresión de que la Zarzuela va a remolque de los acontecimientos. Que, además, la Reina se dejara fotografiar durante su última visita a los duques en su casa norteamericana tampoco ha sido considerado un acierto, pues equivalía a un respaldo desafiante en plena tormenta mediática. La verdad es que no se sabe para qué sirve la estricta educación recibida en las familias regias si luego las emociones personales priman sobre el deber de resguardar a la institución.

2. El Rey, no obstante, ha sido muy claro en su mensaje navideño, apelando al Estado de Derecho y a la acción de la justicia, igual para todos, frente a las conductas censurables. «Necesitamos rigor, seriedad y ejemplaridad en todos los sentidos», proclamó luego de manifestar su enorme preocupación ante «la desconfianza que parece estar extendiéndose en algunos sectores de la opinión pública respecto a la credibilidad y al prestigio de algunas de nuestras instituciones» (en suma, la Corona misma).

Ahora bien, el calvario que aguarda a la Familia Real en el asunto Urdangarín va a ser tremendo. La maquinaria judicial es verdaderamente geológica tanto en su lentitud como en su ineluctabilidad. Unida en su despliegue litúrgico al consiguiente revuelo mediático, el efecto resultará demoledor. Los enemigos de la Monarquía, como las «tricoteuses de la guillotine», se preparan a disfrutar en plenitud de vísceras y jugos gástricos si el duque de Palma resulta imputado y luego enjuiciado. ¡Un caso Camps elevado a la enésima potencia!

3. Pero no estamos en los momentos álgidos de la Revolución Francesa, ni se vislumbra, aun en esta crisis económica propicia al ruido y la furia, ningún 14 de abril en lontananza.

Hay una frase del discurso del Rey en la Nochebuena que con suma brevedad resume a la perfección su ideario político y su trayectoria institucional a lo largo de sus 36 años de reinado: al aludir a las elecciones generales del pasado 20 de noviembre se refirió a los españoles como «dueños de su destino y en el ejercicio de sus derechos soberanos». Eso es lo que el Rey Juan Carlos ha hecho en su dilatada tarea como Jefe del Estado: devolver la soberanía al pueblo español, que se encontraba privado de ella; proteger en cualquier circunstancia –incluso en las de mayor peligro– el sistema constitucional de derechos y libertades fundamentales; y, en fin, asegurar de manera constante el funcionamiento regular de las instituciones democráticas, sin interferir ni coartar jamás el proceso de formación de la voluntad política. Le debemos mucho al Rey en todos los aspectos, pero muy señaladamente en ese permanente reconocimiento suyo, sin reserva mental de ningún tipo, de que la soberanía nacional pertenece al pueblo español. La nuestra es, por eso, una Monarquía republicana, lo cual no ha de tenerse por un oxímoron: el Rey ha hecho que ambos términos deviniesen felizmente compatibles y congruentes.

La República es una forma política teóricamente más racional que la Monarquía. No cabe duda. Pero lo que importa es esto: ¿garantizaría mejor la República la unidad territorial y la convivencia democrática? ¿Hay algún Presidente de una República parlamentaria que desempeñe mejor sus funciones de autoridad sin poder que el Rey de España?

Catedrático de Derecho Constitucional