Este largo, solitario, mortecino primer domingo del año, fiesta acumulada y doble, domingo y Año Nuevo a la vez, este día casi desértico, fue triste como una resaca universal, una resaca que no se sabe desde cuándo dura ni de dónde viene. Ese día fue el elegido por un pequeño destino para revisar «La dolce vita», de Fellini. Ahora alcanzo el motivo. De forma extraña, entre los reportajes de fin de año, en una de esas revisiones de la memoria reciente, pero que a veces irrumpe en nuestras casas como si fuera la prehistoria de la humanidad, proyectaban un documental sobre Marcelo Mastroianni. Debió aparecer algún fotograma de la gran obra, seguro que la escena en la Fontana de Trevi, con el baño más bien renuente de un estúpido galán asustado. No sé. El caso es que en el primer momento de libertad del inconsciente, me puse a revisar los DVDs hasta encontrar aquello que había ido a buscar. A veces, el inconsciente es como la providencia. Ilumina en secreto sus caminos, tarda en encontrarlos, pero nunca se equivoca. Fellini tampoco. Donde la película dice que íbamos, ahí hemos llegado.

Es muy curioso que aquello que nos dice dónde estamos en el presente siempre quede en el pasado. Es como si el tiempo fuera a desenredar un ovillo de seda. En la última fiesta, cuando ya los rostros dejan ver la mugre de los corazones, una chica rubia, arrastrándose borracha, se dirige a Marcelo. Antes, el otrora candidato a intelectual la ha humillado y vejado, ha montado sobre sus espaldas como si fuera un animal, le ha tirado de los pelos, todo ello con gestos de un sadismo extremo. La chica, con un poco de piedad por los dos, le dice a Marcello: «Usted también es de los que trabaja ¿no?». Con la conciencia de ser un desdichado animal en extinción, comprendiendo el motivo profundo que tiene Marcelo para vengarse de todo —en el fondo es un trabajador, ahora un bufón— la chica ha desaparecido de escena. Poco a poco, todos lo hacen. A la mañana siguiente tienen que acudir a sus negocios, a sus despachos, a sus bancos. El sol los sorprende ante la playa de la muerte. «Vayamos a cazar fantasmas», dicen los aristócratas en medio de la noche, en la iglesia desolada, ignorando que intentan cazarse a ellos mismos. Da igual hacia dónde se mire, al padre, a la amante, a los tullidos, a los nobles. Una extraña enfermedad corroe a los personajes, la enfermedad del ser humano. Nadie acepta ponerle un límite. Nadie piensa ni cree en la cura. Steiner, que sabe que vive en el infierno, sólo quiere captar los sonidos de la naturaleza. Marcelo atraviesa la película atónito, sin saber lo que en verdad es, un oportunista a la caza de la presa. Parece que va despidiéndose de todo lo soñado, como perdido en un despertar lento, pero en el fondo corre con la velocidad del guepardo. Si ésta era la realidad, y debía serlo puesto que Fellini la veía, la pregunta extrañada —«¿pero cómo hemos podido llegar aquí?»— es poco menos que una impostura. ¿Qué queríamos? Berlusconi se formó lentamente y es más viejo de lo que parece.

Esa Italia en construcción, desolada y brillante, esa sociedad del espectáculo milagroso, ese destino dominado por la RAI —Pasolini colaboró en el guión—, las bellinas y los paparazzi, todo eso era ya una pesadilla en los años 60. Ese ritmo acelerado de la corrupción moral, esa herencia cultural acumulada de tiña que hace que los más jóvenes sean más grotescos, esas gentes tanto más supersticiosas cuanto más corruptas, todo esto nos parece una imagen profética del presente, propia de un visionario que de forma consciente comprendió su arte como anticipación del futuro, como si éste ya existiera en algún lugar y él con sus imágenes lo acercara, como un oráculo. Y existía. Una línea continua puede trazarse desde «Inside job» hasta «La dolce vita». Es la misma pesadilla.

¿Hemos despertado? Necesitaríamos mucha humildad para saberlo. ¿Dónde encontramos un instante de felicidad en esta película? ¿Dónde una imagen profética de la dicha? ¿Dónde brilla una luz? Quizá en una escena. En el merendero, una sirena rubia escucha música ingenua. Marcelo hace como que escribe. Nunca mirará cara a cara su realidad vacía, como la estatua de mármol del personaje Steiner le pide. El folio sigue en blanco. Como siempre, la culpa es de otro. Al final, un pequeño diálogo. «¿Es tu hermano?», le dice a la joven, mientras señala un niño que anda por allí, tan animoso como un ayudante de Kafka. «No, viene a ayudarme». El niño va y viene colocando platos. Su ánimo no flaquea, a pesar de que casi todos están rotos. Pero incluso con los platos rotos ha de tender el mantel y disponer la mesa.