Las sandalias de cuero que recordaba Saul Bellow en una de sus últimas cartas eran el mundo de su infancia, la calidez del recuerdo de un hogar. Esta noche volveremos a oír los extraños ruidos que nos mantenían en vilo para ver lo que nos habían dejado. Era una larga espera. Habíamos preparado el agua, el anís y algunos polvorones para que repusieran fuerzas y continuaran su tarea. Aprendimos a saber esperar. Las cartas se habían llenado de deseos, de juguetes de madera, de muñecas, de triciclos y futbolines. En aquella precariedad de principio de los sesenta aprendíamos a hacer coincidir los deseos con una realidad en blanco y negro. La distancia con el mundo de los adultos nos parecía insalvable. Vivíamos una infancia prolongada. Todo era observado, anotado, en un aprendizaje lento para mirar de frente a la realidad junto con nuestras familias numerosas, rodeados de primos.

Nuestra infancia fue un lugar repleto de plasticidad en donde nuestros primeros sabores y emociones se confundían con los miedos de las primeras pérdidas. Todo se acumulaba en nuestra memoria como en un disco duro que nos ha permitido siempre volver porque era un espacio pautado, un refugio acogedor al que siempre era grato regresar. Volvíamos al valor curativo de esos ritos de paso, a los recorridos familiares del día de Reyes, a la búsqueda de los regalos. Un viaje tan entrañable como las cartulinas con las que el cartero y el sereno nos felicitaban las fiestas y nos pedían el aguinaldo. Era la fragilidad y la belleza de los momentos difíciles, de aquellos espacios compartidos. Uno de los ritos de nuestra infancia era esa noche de Reyes. Esa noche salían nuestros padres, paseaban por el centro, recorrían las jugueterías «El clavell» y «Los tres reyes» y se acercaban a la «Casa de los caramelos» a por golosinas y globos. Al volver a casa preparaban el escenario para la pequeña representación que tendría lugar la mañana siguiente. Muchos años después reproducirías en tu hogar aquellas pautas, buscando encontrar de nuevo las caras de asombro y de sorpresa ante los caminos de la vida abiertos, los espacios por recorrer, los rumbos por buscar y los objetivos que perseguir.

Ahora, la infancia se reduce y la adolescencia se alarga tanto que piensas que habría que crear, desde las redes sociales, un movimiento para salvar la infancia y darle espacio. Antes se vivía alrededor de los niños, de sus juegos y ahora vivimos con el ruido de fondo de las Casandras que anuncian todas sus catástrofes y que ni con la llegada del año nuevo o de la noche de reyes han roto su monótono y monocorde sonido de los números, la fría matemática de los mercados, el esotérico lenguaje de los ajustes y los datos económicos con sus abrumadoras estadísticas que glorifican la eficiencia de unas cifras que incrementan el miedo y reducen nuestro espacio vital persiguiendo nuestros deseos. Tiene razón Houellebecq: «No sé lo que puede ser la humanidad, pero en el mundo presente han impuesto normas excesivas sin aportar a cambio satisfacciones reales».

Pero esta noche volvamos a la epifanía de la infancia porque existen los deseos, las emociones se transmiten y la vida continúa alrededor de esas familias que visitan y reciben a los magos de Oriente. Todos necesitamos un ángel en la noche de Reyes, ángeles a los que admirar. Nuestra generación tiene la suerte de contar con ellos, de poder admirar su trayectoria vital. A Leopold Hawelka, que en su café de la Dorotheergasse vienesa permanecía un par de horas en su banco forrado de telas rojas y amarillas. A Bohumil Hrabal en su mesa de la cervecería «El tigre de oro», a Vaclav Havel en el café «Slavia», junto al teatro Nacional. Ese Havel que sostenía que «la esperanza, definitivamente, no es lo mismo que el optimismo. No es la convicción de que algo va a salir bien, sino más bien la certeza de que algo tiene un sentido, más allá de los resultados».

Se trata de buscar el orden invisible de las cosas, de organizar pequeñas representaciones para continuar el juego. Una noche mágica que nunca debe terminar para que podamos mantener siempre abierta la lista de las preguntas, como Pablo Neruda en su obra póstuma El libro de las preguntas: «¿Sufre más el que espera siempre/Que aquel que nunca espera a nadie?" […] ¿Dónde está el niño que yo fui/Sigue dentro de mí o se fue? […] ¿Es verdad que las esperanzas/Deben regarse con rocío? […] ¿Quiénes gritaron de alegría/Cuando nació el color azul?».