La excesiva fijeza por la radical actualidad y la rapidez vertiginosa de los acontecimientos hacen que demos carpetazo a muchas cuestiones políticas antes de haberlas analizado adecuadamente. La fiesta en que vivíamos —ésa que ha terminado con la crisis—aquel café para todos que ya no se puede repartir tan alegremente, constituye un ejemplo palmario. El espectro político al completo está de acuerdo en que acabó la fiesta, en que se agotó el café y en que los resultados electorales han sido una de las consecuencias. Después ha pasado la página y el nuevo gobierno se ha convertido en el centro de atención. El único centro. Pero, ¿qué pasa con la fiesta? ¿Quién la paga? Porque si «ha terminado la fiesta» —frase que llena las bocas multicolores de los políticos— es que había una; si ya no hay café para todos, es que lo había. ¿Quién paga, pues, la factura? ¿Basta con abandonar el poder para saldarla? Porque si eso basta, es que al estamento político se le ha concedido la dación en pago, privilegio que sigue vedado para la ciudadanía rasa.

En el tiempo de bonanza económica, de «buena recaudación», las administraciones de uno y otro signo dedicaron el dinero a entrar gente al pesebre, a multiplicar los cubículos de las covachuelas y a complicar la urdimbre de los organigramas, en lugar de mejorar lo mucho mejorable, bajar los impuestos y facilitar el funcionamiento de las empresas. Hincharon la burocracia y hundieron la economía; dieron tarjeta, coche y móvil a millares de paniaguados y asfixiaron a los empresarios y a los autónomos; demostraron que les importaba un comino su misma razón de ser, y se autoproclamaron aristocracia de la gramática parda. Sabían que únicamente se jugaban el poder. Contaban con la dación en pago. No hay otra explicación para su atrevimiento.

Ahora, el nuevo Gobierno parece dispuesto a seguir devolviendo las facturas de la fiesta o, cuando menos, cargando el importe a la población. Ellos —los que mandan, los políticos— no harán sacrificios; únicamente ofrecerán el nuestro, el de la gente de a pie, para calmar las iras de los totems mercantiles. Continuarán siendo los alquimistas de la sinecura que fueron sus antecesores; demostrando que a la política se va, en este país, para sacar dinero; mintiendo para no escotar en la factura de la fiesta, para evitar lo primero que, honrada, responsable, política, patriótica y solidariamente deben hacer: bajarse la nómina —empezando por el presidente y acabando por el último concejal del pueblo más pequeño— a la mitad. Cualquier arbitrio que no venga precedido por éste será, en mayor o menor grado, un embuste. La fiesta está por pagar, y ellos —unos y otros—, que la organizaron y disfrutaron, quieren irse de rositas.