La mitad de los españoles cree que hay «demasiados» inmigrantes y que la mayoría son «ilegales». Lo afirma la última encuesta del BBVA, reflejo de opiniones sobre las supuestas ventajas que los recién llegados obtienen frente a las poblaciones autóctonas, entre las que hay segundas y terceras generaciones residentes que ya son españoles de pleno derecho. Además del reiterado discurso sobre la vinculación de la inmigración con criminalidad y desempleo y la supuesta pérdida de la estabilidad e identidad nacional ante la diversidad cultural. En definitiva, mensajes irresponsables que no se corresponden con la realidad de nuestro país y que pueden promover actos criminales.

En Europa, Lieja, Turín y Florencia acaban de padecer el horror del racismo y la intolerancia. De nuevo, delitos de odio, como el sucedido el verano pasado en Utoya o como los 4.000 anuales que denuncia Movimiento contra la Intolerancia en nuestro país, destacando la Comunitat Valenciana, Cataluña y Madrid. Ahora, el poder de estas ideas no constituye un fenómeno aislado, sino una nueva ideología del siglo XXI: la nueva extrema derecha, que ya ha entrado en la democracia con permiso de aquellos que creían que las radicalizaciones ideológicas no eran posibles tras la barbarie del nazismo. Una política donde es más sencillo acusar al inmigrante musulmán de las transformaciones sociales y la crisis que explicar el impacto de la economía neoliberal, la especulación financiera y la globalización de la producción y el consumo. El diálogo se sustituye por limitar sus derechos o expulsarlos. Es decir, un discurso del odio que agita la bandera del miedo social en tiempos complicados.

¿Cómo es posible que el grupo popular en las Corts Valencianes haya rechazado condenar el ataque de un grupo de extrema derecha en la presentación de un libro sobre anticatalanismo? El sociólogo Vicent Flor soportó hace unos meses que el presidente de España 2000, José Luis Roberto, y el ex de la extinguida Coalición Valenciana, Juan García Sentandreu, junto con sus cachorros, boicotearan la presentación de su obra. Sin embargo, se trata de un lamentable gesto político que nos aleja de conseguir la unidad democrática, necesaria para erradicar cualquier tipo de violencia y extremismo en nuestra sociedad.

Precisamente, este extremismo político junto con la intolerancia social y el racismo cultural están creciendo a pasos agigantados en todos los países de la Unión Europea. España todavía se ha salvado, pero ciertas actitudes dejan la puerta abierta para que se vayan colando en nuestro sistema político, aquel con el que quieren acabar. Y es aquí donde radica el núcleo del problema, tanto la permisividad implícita de nuestras instituciones, ya que con su silencio contribuye a esta situación, como la explícita, escenificada en el parlamento valenciano.

No podemos mirar hacia otro lado ante estas amenazas porque el extremismo violento no es patrimonio exclusivo de la derecha ni de la izquierda. Al igual que sostenía Josep Maria Felip en este diario el pasado 17 de diciembre, «apelemos a la unidad democrática, que es la que a menudo nos falla para consolidarnos como sociedad libre e igualitaria, y más aún, es la mejor defensa ante un radicalismo que no se detiene ante los límites éticos del Estado liberal y democrático».