Desembarcó Rato en Valencia y dijo dos cosas. El Banco de Valencia está fuera de su órbita: ya se apañará. Y Bankia es el banco español más valenciano. El primer principio resulta ya un clásico. El BdV es lo que es y está donde está porque Rato se desentendió de él. La decisión fue «monetaria», no «política». Lo «recuperaron» los socialistas de Lerma y lo ha dejado caer el nuevo poder financiero de Madrid. Sin complicidades sentimentales, las cifras son impasibles. ¿Qué puede representar el BdV para un foráneo? Balances y activos frente a la tradición y la proximidad sociológica. La frialdad de la aritmética. El segundo principio, el que se basa en la valencianidad de Bankia, es también impugnable. Lo dictaminan los hechos. En Madrid no queda nadie del equipo de Bancaja que participó en la nueva estructura. Su destierro es paralelo a la creciente potestad de Caja Madrid sobre la nueva alianza. El mismo empresariado valenciano que aplaudió a Rato en Valencia viene echando chispas sobre su figura (la de Rato) y sus alianzas de poder, sobre el anonimato y la invisibilidad a la que se enfrenta cuando viaja a Madrid, sobre su pérdida de influencia en el nuevo tinglado financiero y sobre la política de tierra quemada (la Valencia culpable) que se ha inaugurado en Bankia. ¿Por qué no protestó cuando tenía al actor principal enfrente?

El empresariado valenciano ha de poseer (y no lo ha explicado ninguna tesis doctoral) tendencias suicidas. No habría que descartarlo. Hiroshima enseñó una lección inédita: la humanidad era capaz de suicidarse al completo. ¿Por qué no el empresariado valenciano? Con la liquidación del sistema financiero de aquí ha sucedido lo mismo sin que nadie se haya espantado. Así que llega Rato y entonces el coro entona un Aleluya, lo que no se ha de interpretar tan sólo como una muestra de cinismo o de ligereza. Nadie de los presentes invoca sus argumentos, o dice simplemente lo que piensa. Es el virus letal de la burguesía valenciana. (La burguesía valenciana es una entelequia, si afinamos los conceptos. Una burguesía no sólo ha de dominar los medios de producción, sino que ha de poseer una conciencia «diferenciada» y colectiva). Aquí cada uno va por su lado. Podría resultar una quimera, un tópico más, pero los episodios últimos confirman, sin distinción, el sucedáneo: un subproducto, vitriólico si se quiere, pero incapaz de visualizar y menos emprender batallas independientes que se aparten de la exigencia al gobierno de turno (el AVE o el Corredor son las últimas peripecias del formulario). Voces poderosas si hay que enfrentarse al político; vacíos siderales si se trata de contribuir al desarrollo del entorno desde ideas emancipatorias. Por eso cuando aterriza Rato se le aclama y cuando el barón financiero se despide, se le vuelve a repudiar. Es el postrero síntoma de una identidad inmutable. El país, reino o región lleva algunas calendas de atrofia, y no es debido tanto a la clase política como a las clases dominantes, que la tutelan. Las ideologías que han transmitido —y de las cuales todavía somos rehenes— están en la base de las miserias locales, de los enfrentamientos estériles (Cataluña) o de las alianzas imposibles. Pero sobre todo, del raquitismo de las apuestas. ¿Cómo subvertir ese orden inalterable si los signos que se emiten hoy son un calco de los de hace un siglo? (Por cierto, Rato dijo una tercera cosa. El Valencia CF está a resguardo. Muy bien, pero dejemos la patria. ¿Es que nadie hace negocio? En ese apartado, los empresariados son idénticos. ¿Y quién ha concedido las regalías? ¿Y a quién?)