Se cuenta que uno de los primeros Rockfeller, de la famosa saga de multimillonarios, intuyó una inminente crisis bursátil cuando su chófer le preguntó sobre la oportunidad de comprar un paquete de acciones de determinada compañía. Rockfeller, que, por supuesto, no creía en eso que los cursis llaman «capitalismo popular», decidió vender inmediatamente la mayor parte de sus valores y se libró por los pelos de un crack financiero. «Si hasta mi chófer —debió de pensar— entiende de Bolsa es que la cosa pinta mal». Desconozco si la anécdota es real, y menos aún si Rockfeller tuvo el detalle de avisar a su chófer sobre la inconveniencia de invertir en aquel momento. Pero, al menos, sirve para establecer una necesaria jerarquía de valores y marcar convenientemente las distancias siderales que en las sociedades capitalistas se dan entre los grandes financieros y sus chóferes, pese a que la cercanía entre ambos en el interior de un automóvil pueda inducirnos a una engañosa perspectiva.

Por supuesto, ello no debe impedir un respetuoso trato recíproco en el que han de mezclarse sabiamente la discreción por parte del que oye y la discreción también por parte del que habla y paga la nómina. Cualquiera que pretenda pervivir en el oficio de conductor de próceres debe saber que la discreción es todavía más importante que la habilidad con el volante o la pericia mecánica. Y esa misma regla de oro vale también para las relaciones que se establecen entre los chóferes de los automóviles oficiales y los eventuales ocupantes del asiento de atrás, si bien aquí hay una diferencia importante: el que paga la nómina es el Estado. Una circunstancia que obliga a acentuar la discreción y el comedimiento en el uso de lo que a la postre es un servicio público y no un privilegio particular.

En los últimos tiempos, hemos conocido muchas polémicas sobre los coches oficiales. Unas veces, por su uso indebido, y otras, por su aparente número excesivo. De mis años de experiencia en las administraciones públicas, tengo muy buena opinión sobre la profesionalidad y discreción de los chóferes de esos vehículos. En bastantes casos, muy superior a los de los eventuales ocupantes del asiento de atrás. Me contaba un profesional veterano que, cuando el PSOE llegó al poder por primera vez, la inexperiencia hizo que algunos altos cargos empezaran por sentarse en el asiento delantero para mejor confraternizar con el compañero conductor. Y hubo que recomendarles amablemente que dejaran de hacer el chorra.

Digo lo que antecede porque me ha causado no poca sorpresa saber cómo ha cambiado el estatus de los chóferes de los vehículos oficiales. Especialmente, en las comunidades autónomas. Según confesó ante el juez el chófer del expresidente de la Generalitat Valenciana, en más de una ocasión le tuvo que prestar dinero a su jefe para comprar trajes, o para cualquier otro gasto, porque el señor Camps nunca llevaba la cartera encima quizás por miedo a que le robaran. Y acabamos de enterarnos que el chófer de un alto cargo de la Junta de Andalucía recibió de su jefe importantes cantidades del presupuesto que este administraba para comprar pisos, fincas y drogas, que luego compartían en francachelas. La liberalidad con subordinados es proverbial entre los sátrapas autonómicos. Hace años, se supo que un veterano dirigente premió a su masajista particular con la concesión de un parque de aerogeneradores, que éste se apresuró a vender a buen precio ante la imposibilidad de explotarlo por su cuenta.