En el metro de Madrid me gusta escuchar canciones catalanas. No es por ir contracorriente. Tampoco porque entre todos los paisanos que se arremolinan a mi alrededor, yo sea el único que ande con la María del Mar. Eso nunca se sabe. Los cofrades verdaderos nunca se cuentan. No conozco la razón de ese gusto y quiero adivinarlo. El caso es que el día presenta un tono diferente si, con el frío que raspa bajo los plátanos grises, tú vas tatareando «Treballaré el teu cos /com treballa la terra / el llaurador del meu poble/ con amor i força». La versión que más me emociona es la que hizo Verdçel, con esos ecos mecánicos, con sus timbres metálicos, que a veces parecen un martinete al que se le haya añadido ritmo de rumba, salpicado de jaleos melancólicos lejanamente andalucíes. Sí, es verdad, esta es una de las preferidas. ¿Pero por qué?

Tendrá algo que ver con la vieja terraza del colegio San Juan de Ribera. Nada más llegar, un amigo me invitó a escucharla, sobre un jardín todavía secreto de confusos caminos marcados por cipreses. Corría el año 1972. Ese amigo sabía que me iba a gustar porque el amor y la fuerza son comunes a todos los labradores de todos los pueblos, los de allí y los de aquí. Sí, puede ser que esta canción me guste porque me lleva a aquellos años oscuros de la dictadura, cuando amor y fuerza era lo que necesitaba cualquier vida que mirara de frente al futuro.

Pero hay otra más preferida todavía. Me la ha incluido en Spotify una amiga de Facebook. Se llama «Aquell camí» y es de Manel, pero no del grupo de «Al mar», sino de un conjunto anterior. Una canción melancólica porque recoge los ecos tristes de Lluis Llach, aquellos cambios de voces que tanto nos gustaban cuando venía al Principal. Pero está atravesada por una amargura contenida, que encara el conflicto generacional y se pregunta qué fue de los sueños que tuvo aquella generación que hoy está vieja y cansada y que recomienda con cinismo a los jóvenes no mantener aquella ilusión. «Xiquets, no ni ha res a la muntanya», dice el estribillo. Puede que el cantante ni lo sepa. Pero ha hecho la última variación de un viejo tema agustiniano, el Enchiridion, el caballero que pintara Durero de forma inmortal y que jamás deja de saber que hay un camino y una meta. El Enchiridion, el libro más prohibido del siglo XVI, el éxito de ventas de la España de 1525, es el que más falta nos hizo y nos hace, y eso también echa de menos esta canción y quizá por eso es tan rotundamente emocionante.

Cuando escucho al Raimon que vuelve a presentar en Madrid su recital, vísperas de 1975, y recuerda con sencillez que hizo la canción con ingenuidad e incompetencia, casi como un grito, entonces la emoción sube de tono. Entonces recuerdo estos 40 años como en un puño, los cientos de aviones, los miles de trenes, las decenas de miles de autobuses, los centenares de miles de kilómetros, siempre de paso desde aquel día de septiembre en que salí de Úbeda, siempre entre estaciones y aeropuertos, siempre rozando cuerpos ligeros, mirando ojos perdidos, y comprendo que sí, que al «Vent del món» fue un destino, y que solo en el camino uno encuentra el viento que vivifica, el viento que mantiene el vuelo. Y entonces creo que esa canción está hecha para mí, es mía, porque no incluye una promesa de comodidad, ni de identidad, ni siquiera de tierra y promisión, pero canta al azogue de la vida, al viento que acredita el amor y la fuerza.

No por ser diferente en Madrid me gusta escuchar canciones catalanas en el metro. Es porque muchos venimos de un mundo que requería cierta convicción y resistencia, que precisaba apostar por caminos muy largos, muy solitarios, llenos de incomprensión y de prejuicios, y ahora, cuando vamos a otro mundo que se parece mucho a aquel, nos asaltan los recuerdos de aquellas canciones porque en ellas nos hicimos fuertes y quizá seguimos haciéndonos. Y eso sobre todo cuando tenemos que escuchar cómo Valencia se reduce a la más indigna gente, que ha protagonizado la última de las desgracias históricas de esta «dissortada terra» y la ha llevado a una ruina moral y cívica que no tiene parangón. ¿Pero desde cuándo las desgracias fueron un obstáculo a la fidelidad?

Por fin, antes de entrar en clase, aguantando un poco los minutos, dejo que suene lento, firme, casi monacal, aquel «Inici de cant en el temple», que recuerda también a la desesperación contenida del caballero. Y entonces sé que en muchos pechos resuena como en el mío algo que se parece a la rabia y que clama justicia, vergüenza y memoria. Y presiento que esa rabia serena es parte de lo que ahora se necesita para seguir vivo. No, no formaron el pueblo que prometieron. Las canciones nunca lo hacen. Pero entregan su minuto de amor y fuerza a los solitarios.