La clase dirigente valenciana ha estado a favor de los grandes «eventos» desde que Zaplana los instauró y Camps los convirtió en un frenesí. En realidad, los grandes eventos no son sino el símbolo último de la sociedad a la que se aspiraba y en la que nos hallamos, para bien o para mal: playa, sol, turismo y ocio. Suelen confundirse los grandes «eventos» con las grandes obras. Y suelen confundirse maliciosamente. No es lo mismo el IVAM, el Palau de la Música y el de las Artes que Terra Mítica o el nonato Mundo Ilusión. Terra Mítica y Mundo Ilusión son elementos de negocio y constituyen una apuesta política clara: el Benidorm de los años 70 extendido por el territorio y sin Alfredo Landa. El IVAM o el Palau son cosas serias, que han de sufragar –dado que no estamos en una sociedad calvinista– los presupuestos públicos.

La clase dirigente, dada la quiebra social a la que asistimos y temerosa de que los bárbaros incendien Roma, rechaza ahora los «grades eventos» (menos Rita Barberá, que va a la suya), con lo cual el lío es morrocotudo porque no hay cosa más histérica que reprobar lo que uno mismo ha creado. Basta leer la prensa, que parece estar en desacuerdo con ella misma. La élite, pues, cambia de posición, y el personal, que aprobó los «eventos» brindando impactantes mayorías absolutas al PP, también se baja del barco en plena travesía. Una y otros siguen los pasos vacilantes de los socialistas, que censuraron los dichosos «eventos», los defendieron después (al calor de la mayoría sociológica) y hoy vuelven a reprobarlos. El combate de la izquierda fue estéril y el desacuerdo actual del PP resulta hilarante porque exhibe su culpa y se ofrece para el castigo público. ¿Y para qué?

En realidad, los grandes «eventos» eran la exaltación indígena –fallera– de una confirmación aplastante: la hegemonía del sector servicios como factor de desarrollo valenciano, según dicta el catecismo del PIB, que relega a la industria a posiciones secundarias. De ahí pendían todas las acciones posteriores. Crear marca (una cosa muy postindustrial) y valor añadido. No pocos economistas de la izquierda observaron la peripecia con satisfacción. El sol, el mar y el ocio, motores económicos. En la era de la globalización y con la competencia de los países asiáticos, ¿a alguien se le ocurre algo mejor? La céramica, el mueble o los zapatos no pueden obrar milagros y chips no fabricamos. Las revoluciones industriales han pasado de nosotros, incluida la última, de la que emergió el señor Jobs y Silicon Valley.

De modo que la crítica a los grandes «eventos» debería al menos estar a salvo de las garras del determinismo ideológico y tratar de ampliar el campo hacia la coyuntura económica y el dinero, esos tótems que modulan políticas y decisiones y que son los verdaderos actores sociales. Lo más fácil es, sin embargo, subirse a la moda de castigo, mezclarlo todo y fustigar incluso la creación del IVAM, que pasaba por allí. Pero lo más increíble es que el PPCV, que instauró los grandes «eventos», haya instalado la moda de la que está partiendo el terror: la de la caza de su propia obra.