Durante el año pasado, los principales museos españoles experimentaron un notable aumento en su número de visitantes. La peregrinación a las mejores pinacotecas se ha convertido en la opción preferida por quienes buscan hacer un paréntesis en la crisis y necesitan un ocio menos caro y más nutritivo. Demostrando un excelente criterio, el Prado ampliará horarios con el propósito de dar respuesta a la creciente demanda. Templos abarrotados para desazón de quienes gustaban de recorrer sus salas semivacías en soledad. El hurto paulatino de presupuestos públicos para la cultura tiene la respuesta ciudadana contraria: colas inacabables para disfrutar de las mejores exposiciones.

El arte interesa, otro centímetro en la brecha entre gobernantes y gobernados. Pasan además cosas excitantes en los museos del mundo; en ellos se libran batallas que antaño incumbían sólo a eruditos, pero que hoy captan la atención de muchos profanos porque enganchan con otras historias igualmente apasionantes.

Una de ellas ha revolucionado el Louvre, la joya de la república francesa. Dos de los restauradores más importantes de Francia, autoridades mundiales en su campo, han dimitido del comité asesor del museo en desacuerdo con la limpieza a que se ha sometido a La Virgen, el niño Jesús y Santa Ana, obra de Leonardo da Vinci, demasiado agresiva, demasiado brillante y «susceptible de gustar al gran público», según los expertos despechados.

No se trata de una pintura cualquiera. El cuadro que representa a las tres generaciones de la Sagrada Familia sirvió a Sigmund Freud para certificar la homosexualidad del genio renacentista en su ensayo Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, escrito en 1910. En este texto, el padre del psicoanálisis observa cómo el manto de la Virgen en primer plano dibuja la figura de un buitre, perfil que conecta con un recuerdo infantil del pintor, la materialización de la «fantasía de un homosexual pasivo», concluye. En el Codex Atlanticus, Leonardo había subrayado su conexión con este carroñero, pues uno de sus primeros recuerdos de infancia consiste en haber sido atacado en su cuna por un buitre que le golpeaba los labios con la cola. Dicha imagen es traducida por Freud como la memoria de chupar el pezón materno. Con posterioridad la interpretación psicoanalítica se ha venido abajo al certificarse que en realidad el pintor no se refirió a un buitre sino a un milano, cuya forma casa difícilmente en el ropaje de la pintura, en una mejor traducción de sus palabras. Freud reparaba asimismo en el hecho de que Leonardo represente a la madre de Jesucristo junto a su propia progenitora, él, hijo ilegítimo que fue criado por su madre biológica antes de ser adoptado por la esposa de su padre. Toda esta información adicional se desprende del amoroso triángulo que ha centrado la actual polémica entre los expertos del Louvre.

La reciente restauración parisina de la pintura fechada hacia 1503 pretendía frenar la paulatina desaparición de los rasgos de la Virgen y el niño, así como la difuminación del manto que tanto dio que pensar a Freud. Sin embargo, los conservadores críticos con el resultado (demasiado brusco, demasiado limpio, demasiado inmodesto) hablan de la necesidad de dejar cierta constancia del paso del tiempo en la tela, y de permitir que las futuras generaciones tomen sus propias decisiones sobre cómo cuidarla. Deberemos ver cómo ha quedado antes de decidir si los restauradores se han llevado por delante la pátina freudiana de Leonardo da Vinci, esa fascinante historia aneja al propio cuadro que ya forma parte de su biografía. Sería una lástima que así fuera, ni siquiera por contentar «al gran público».