Inesperadamente la calle y las plazas árabes han vivido el protagonismo de las masas en doce meses de lucha por el cambio y la democratización. La caída de la dictadura tunecina fue la chispa que se volvió incendio al desencadenarse en Egipto, eje mayor del mundo árabe, la revolución del 25 de enero que terminó por derrocar a Mubarak y a su corrupta tercera república demostrando que las autocracias de la región no eran una fatalidad y podían caer.

De Marruecos a Yemen se fue extendiendo imparable la esperanza como evidencia de la vitalidad de la macronación árabe, que no era una pasada consigna nacionalista sino una identidad viva pese a las diferencias de país a país. Por primera vez no eran los golpes de Estado de los militares los que derrocaban a los regímenes caducos, sino la movilización de centenares de miles de personas que ponían a los ejércitos en un dilema: reprimir o sumarse al torrente. La plaza Tahrir (de la Libertad) se multiplicaba en muchas otras, y comenzaban los bautizos al proceso: «primavera árabe», «ola de cambios» y hasta «complot imperialista». Todas las tendencias empezaron a atribuirse la paternidad del espontáneo movimiento.

Los islamistas lo veían como parte de su revolución islámica, las feministas buscaban su espacio y la golpeada izquierda, con Samir Amin, soñaba con encaminarlo al socialismo del siglo XXI mientras Occidente intentaba encuadrarlo en su modelo único de democracia. La gente quería más justicia social y participación, menos miseria y exclusión y era unánime en su voluntad de derrocar al gobierno, pero estaba dividida en múltiples proyectos de futuro. Israel comenzó a perder terreno, a ver retirarse los pocos embajadores del área y Washington se preocupó al no ver claro su papel en ese porvenir en formación, más cuando hasta los moderados declaraban que la revolución egipcia podía cambiar las relaciones EE UU-Egipto para siempre. Entonces Occidente pasó a la contraofensiva.

La intromisión de la OTAN contra Muamar el Gadafi ha viciado la visión del proceso que continúa provocando cambios pese a la manipulación y la selectividad de los ataques mediáticos de Estados Unidos y la Unión Europea, satanizando a unos y dejando hacer a otros. La voluntad de controlar los acontecimientos desde los centros del poder no puede ocultar que los árabes siguen considerándose en revolución. Sin embargo, ¿quién saldrá beneficiado de estos cambios?, ¿planea la sombra de los islamistas sobre las manifestaciones? Los extremistas han sido incapaces de liberar a los árabes de siquiera uno de sus gobiernos «impíos» mientras que los levantamientos populares derribaron dos dictaduras en un mes. En cambio, los islamistas moderados, con su diversidad, experiencia y habilidad, son la fuerza mejor organizada para actuar en la nueva legalidad.

Egipto, de retorno a la centralidad perdida desde Gamal Abdel Nasser, puede ser clave, y un ejemplo lo tenemos en las recientes elecciones legislativas. A ellas acudió la Hermandad Musulmana tras las siglas del Partido Libertad y Justicia, su versión moderada, eufórico ante la sorpresa del importante triunfo electoral de su semejante tunecino, el islamista En Nahda en uno de los países más laicos del mundo árabe. En Egipto han logrado alrededor del 60 % de los votos, seguidos por los salafistas (islamistas radicales) de Al Nur.

La expectativa es grande, nadie puede predecir en este momento el resultado final de esta ola revolucionaria pero la primavera árabe puede devenir en primavera islamista e indicar que el camino hacia una democracia autóctona pasa por el Islam.