En el caso del flamante Gobierno español no han sido necesarios los cien días de rigor que los analistas conceden a los políticos antes de realizar cualquier crítica a su actuación. Incluso con anterioridad a la toma de posesión de Rajoy ya se sabía por dónde irían sus primeros decretos.

Han bastado unas semanas desde el 20N para dejar claro que la profunda crisis que padecemos los pobres no la ha creado Zapatero en exclusiva, como aseguraban los tertulianos más airados, y que Rajoy no tiene capacidad para sacarnos de ella, ni en el remoto supuesto de que quisiera hacerlo. La lectura que nos deja este continuismo gubernamental es que tanto el PSOE como el PP van a seguir defendiendo —como no puede ser de otra manera— las políticas marcadas por la banca internacional.

De ZP ya vimos que no tenía ninguna intención de cargar el peso de los recortes sobre las grandes fortunas; eso quedó patente con sus reformas laborales y de las pensiones. Pero que el nuevo partido de los trabajadores —como no se cansaba de calificarlo Mª Dolores Cospedal—, cuyo candidato a presidente insistía en que no iba a imponer recortes, haya entrado en escena con medidas tan drásticas como las que aprobaron 48 horas después de los Santos Inocentes, debe haber caído como un jarro de agua fría sobre esos millones de votantes de la clase trabajadora que, ingenuamente, confiaban en don Mariano para que les devolviera el trabajo, solucionara lo del pago de la hipoteca y hasta les encontrara una salida a los chicos, que ya han terminado un par de carreras y no encuentran otra ocupación que no sea la de repartidor de pizzas o la de camarero por horas.

Buscar la salida de la crisis con los recortes de los servicios públicos y la congelación salarial denota una falta absoluta de ideas y una incapacidad manifiesta para entender que el actual sistema está agotado y que no sirven los remiendos improvisados. El capitalismo se ha deslegitimado a sí mismo y no se muestra dispuesto a asegurar un futuro digno, ni tan siquiera al tercio de la población mundial que hasta ahora tenía acceso al consumo (en muchos casos a un consumismo compulsivo y depredador) y los servicios sociales básicos: pensiones, sanidad, enseñanza, vivienda, etcétera.

Es cierto que para que ese consumo galopante fuera posible, y permitiera a las grandes fortunas serlo todavía más, los otros dos tercios del planeta habían de conformarse con malvender sus recursos naturales y su mano de obra a las empresas multinacionales del tercio opulento. Y puesto que los recursos son limitados y el crecimiento insostenible, es evidente que propuestas como las que los partidos políticos, los bancos y las instituciones internacionales nos ofrecen, basadas en recortar a los pobres sin entrar a considerar alternativas reales como el reparto de la riqueza, el decrecimiento, la ecología, el desarme o la autogestión de los pueblos… cada día tienen menos credibilidad y abonan la indignación de una ciudadanía que exige cambios profundos y participación directa.