Durante todo el siglo XX la principal cuestión valencianista fue la naturaleza de la lengua. En el XIX era puro asunto literario, a los escritores valencianos les interesaba concursar allí y a los catalanes aquí, con ámbito incluso provenzal. En el XX se politiza, cuando Prat de la Riba mantiene en «La nacionalitat catalana» que la unificación lingüística es necesaria para crear una «Gran Cataluña». Faustí Barberà, en su discurso de 1902, reivindica la lengua valenciana y para nada recalca su parentesco con la catalana. Ni la menciona. Era un mensaje político limpio y claro donde se menciona expresamente la «Nación valenciana» y no otra. A partir de 1907 surgen los valencianos catalanófilos reclamando el catalán como lengua valenciana. Inmediatamente les replica un valencianófilo. Gumiel contra Donderis. Fullana contra Mengod. Bayarri contra Ferrando. José Ombuena contra Manuel Sanchis Guarner. Miquel Adlert contra Joan Fuster, y un largo etcétera. El resultado es un valencianismo político limitado a la lengua, enzarzado en un simple debate periodístico que siempre vuelve a lo mismo, ahora continuado por Francesc de Paula Burguera.

Romperemos esta tradición, planteando otra perspectiva: la lengua no es común ni diferente, sino lo que se quiera hacer de ella. Evidentemente hay conexión filológica entre valenciano y catalán, pero importa más la política que la lingüística. Gallego y portugués son lo mismo cuando los usuarios lo precisan, pero políticamente son diferentes. Moldavo y rumano igual, pero si afirmas esto en Moldavia, te pueden fusilar. Peor está el serbo-croata, que por razones políticas y hasta bélicas, se consideran idiomas distintos hasta ortográficamente. Si el valencianismo hubiera entronizado la lengua valenciana como propia, dotándola de academia hace cien años e imponiéndola en un sistema educativo, hoy seríamos una autonomía consolidada. Para lo que nos hubiera convenido hubiéramos hablado de tú a tú con Cataluña, y para lo demás hubiéramos tomado decisiones propias. De esta manera, debatiendo si son galgos o podencos, tenemos una autonomía arruinada, financieramente desarticulada, sin personalidad. Yo mismo prefiero usar el castellano a ciertas fórmulas ideadas por Pompeu Fabra que me incomodan, y que parecen inamovibles porque los primeros intransigentes con la «llengua comuna» son los catalanes, que quieren mandar en todo sin dejar ningún protagonismo a los demás.

En Valencia, la única lengua que interesa es el inglés, o el chino, porque un pueblo despersonalizado se apunta a cualquier cosa. La responsable de todo es una clase intelectual sin más preocupación que la sacrosanta unidad de la lengua. ¡Acabemos ese debate de una vez! Si la lengua es la misma, no hay que preocuparse de nada. La escribamos como la escribamos seguirá siendo la misma. Cuando a un valenciano le interese negociar con un catalán, y viceversa, se entenderán. Y cuando les convenga ignorarse, harán como que no se entienden. Así pasa y así pasará. Mientras nosotros lingüineamos, otros triunfan. En el Gobierno español ni un solo ministro valenciano, ni ninguno de los 42 altos cargos del Estado. Ojalá nuestra lengua común fuera el arameo, y así poder suplicarle a Jesucristo en su idioma natal que nos haga un milagro. Porque de lo contrario, en lugar de una «llengua comú» tendremos una lengua «en el comú», que no es lo mismo.