Hay algo de metáfora en el barco semihundido ante Giglio. Era un barco enorme, obeso y fofo, cuya genealogía había perdido hacía mucho las hechuras clásicas de la navegación. Sus pasajeros no sólo no padecían incomodidad o privación alguna por el hecho de avezarse a la mar, como antaño ocurría, sino que disfrutaban de un confort muy superior al habitual en tierra. Ocio, lujo y diversión mandaban en la travesía, y el capitán estaba más pendiente de que todos (incluido él) los gozasen que de las cartas marítimas, una antigualla. El riesgo estaba tan lejos de la conciencia de los pasajeros y de la tripulación, que cuando se hizo patente todos quedaron noqueados. Su naufragio, en realidad, fue chiquito, pero los habitantes de aquella ciudad flotante estaban tan ahítos y se habían vuelto tan torpes que hubieran podido ahogarse en un charco. De puro milagro el barco no se llamaba Europa.